Y ahora, señoras y caballeros, me toca atar una mosca por el rabo: contar en folio y medio (no explicar, que de eso se ocupan los que saben hacerlo) quién fue Carlos Marx y qué papel jugó en la historia de Europa y del mundo. Y como dicen los toreros, se hará lo que se pueda. Por ejemplo, decir que aquel alemán de origen judío, independientemente de lecturas
y juicios diversos sobre su vida y obra, fue un intelectual de campanillas; un pensador profundo y privilegiado con gran cultura clásica, filosófica, política y literaria (era admirador de nuestro Cervantes), enemigo de toda religión (opio que adormece al pueblo), amante de los perros (tuvo tres), que con sus ideas sobre economía política y capitalismo acabó convirtiéndose en una de las personalidades más influyentes en la historia de la Humanidad. Tuvo siete u ocho hijos, pasó la vida pobre como una rata (ayudado por su amigo Friedrich Engels), viviendo en el exilio, hostigado por la policía, expulsado de todas partes hasta que se instaló en Inglaterra. Publicó mucho en editoriales y revistas, pero sobre todo, cuatro obras fundamentales: El Manifiesto Comunista (1848, a medias con su compadre Engels), El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), El capital (1867) y Crítica del Programa de Gotha (1875). Palmó apátrida en 1883 (sólo once personas asistieron a su funeral) y nunca imaginó las enormes consecuencias que tendría su obra en lo que quedaba del siglo y en el siguiente. Más que filósofo a secas o revolucionario emocional, Marx era un científico frío, un pensador influenciado por Hegel y Darwin que aplicó un método riguroso a las ideas políticas y económicas. Su asunto clave fue el estudio de cómo las clases trabajadoras, los desgraciados currantes de todo el mundo que, convertidos en mercancía para el capital, vendían su trabajo y libertad a cambio de un salario, podían enfrentarse y derrotar a los patronos y clases superiores, los burgueses y capitalistas que les chupaban la sangre. Y el análisis marxista, puestos a resumir (a resumir lo imposible, advierto de nuevo), fue más o menos el siguiente: la historia de la Humanidad era la de una lucha de clases entre los de arriba (explotadores) y los de abajo (explotados), en la que los segundos llevaban la peor parte, pues capital y esclavitud laboral eran inseparables; y la propiedad privada suponía fuente continua de corrupción. Por otra parte, Marx no compartía la idea anarquista (Bakunin) de que el origen de todos los males era el Estado, y que con la simple destrucción de éste llegaría Disneylandia. Al contrario: la única forma de acabar con eso sería reemplazarlo por un nuevo sistema, sociedad sin clases a la que se iba a llegar mediante una sucesión de etapas; un proceso impulsado y dirigido por la clase trabajadora, los proletarios, que tras la fase intermedia de un Estado socialista (“dictadura del proletariado”) se convertiría al fin en una solidaridad internacional sin Estado, sin propiedad privada y sin diferencia de clases, llamada “comunismo”. Es decir, que aquella dictadura no sería permanente, sino sólo una etapa temporal hacia una sociedad final justa e igualitaria, “en la que cada uno contribuirá según sus capacidades y recibirá según sus necesidades”. Para la mirada científica de Marx, esto era algo que la dinámica natural de la Historia hacía inevitable; y a la clase obrera correspondía dirigir un cambio que, si en democracias como Estados Unidos, Inglaterra o Países Bajos podría quizás alcanzarse con una transición pacífica, en casi todas partes requería la aplicación de una violencia organizada (“Tiemblen las clases gobernantes. Los proletarios no tienen nada que perder, sino sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo por ganar. ¡Proletarios de todos los países, uníos!”). Resumiendo: organización revolucionaria internacional, primero. Después, lucha y violencia anticapitalista (aliada con unas clases medias a las que, tras la victoria, se machacaría también) cuya represión reforzará la conciencia de clase proletaria. Luego vendría un “breve período transitorio” de Estado socialista como instrumento transformador a cargo de la clase trabajadora, en cuyas manos estarían ya el poder público y todos los medios de producción: la necesaria “dictadura del proletariado”. Y al cabo, como desenlace feliz, una “extinción del Estado” cuando la colectividad asumiera las nuevas reglas, los ciudadanos se reeducaran como es debido y todos (alcanzada al fin la “sociedad comunista”) fueran felices y comieran perdices. Y es que a Marx, a su fría y lúcida exposición del socialismo científico, a su interesante análisis político, económico y social, se le escapó un importante detalle: confiar tan admirable empresa a los seres humanos era ponerla, también, en manos de la turbia e infame condición humana.
Continuará