El próximo año las y los mexicanos elegiremos por primera vez a nuestros jueces y juezas federales. Lo haremos a partir de un gran esfuerzo porque lleguen los mejores perfiles. Profesionistas que destaquen por su solidez académica, su trayectoria profesional e integridad personal.
Con todo, el reto que espera al nuevo Poder Judicial no es menor. A pesar de sus credenciales democráticas, sus integrantes se enfrentarán desde el primer momento con el desafío de construir y mantener su legitimidad en el tiempo.
Después de décadas de un sistema de justicia que no ha servido para transformar las condiciones de vida de la mayoría, su misión es restaurar la confianza social en los jueces. Su encomienda es reanimar la esperanza de que los tribunales pueden ser un instrumento potente de justicia y equidad.
Para lograr ese anhelo, los futuros jueces y juezas de México deben realizar un trabajo intachable. Ello implica emitir decisiones sólidas desde el punto de vista argumentativo, que brinden certeza a la ciudadanía y estabilidad al orden jurídico. Decisiones razonables, libres de prejuicios, respetuosas del precedente, sustentadas en las normas aplicables y en las pruebas ofrecidas en juicio. Al mismo tiempo, ello exige un compromiso firme con la honestidad, la integridad y la imparcialidad.
Con todo, no basta con brindar certidumbre y garantizar que las reglas del juego se cumplan. En el contexto de discriminación histórica y estructural que impera en nuestra sociedad, las nuevas personas juzgadoras deberán ponerse al servicio de la gente y trabajar activamente para consolidar una justicia que se merezca ese nombre.
Ello tiene, desde mi punto de vista, tres consecuencias.
Primera, la impartición de justicia debe estar encaminada a mejorar las condiciones materiales de quienes menos tienen. Debe atender las demandas sociales básicas. Debe ser útil para identificar, denunciar y confrontar las dinámicas y estructuras que perpetúan la opresión en contra de las personas en pobreza, de las mujeres, de las personas con discapacidad, de las y los migrantes, de los pueblos y comunidades indígenas y afromexicanos, de las personas de la diversidad sexual. Tiene que ser un instrumento de igualdad: una herramienta de dignificación.
Ello requiere que las personas juzgadoras asuman un compromiso firme con las personas más vulnerables de nuestra sociedad, y con resolver a través de un enfoque de igualdad sustantiva para —en cada caso— detectar y abatir la discriminación arraigada en nuestras instituciones —y en nosotros mismos.
Segundo, la justicia debe derribar los muros que la mantienen lejos de la gente, desechar los viejos formalismos, acercarse a las personas y comunidades. Requerimos juezas y jueces comprometidos con el acceso a la justicia, que lejos de poner trabas faciliten la protección de los derechos y que traten con dignidad y sensibilidad a todas las personas sin importar su origen o condición social.
Tercero, la justicia debe contribuir a la construcción de la paz. Requerimos juezas y jueces conscientes de su rol como defensores de los derechos humanos, pero también como partícipes de un esfuerzo de Estado por erradicar la violencia que afecta desproporcionadamente a quienes menos tienen, abatir la impunidad y alcanzar la paz y la concordia que anhelamos.
En suma, el nuevo Poder Judicial federal debe colocarse al servicio del pueblo al que se debe. Solo así podrá reparar la grieta de rechazo y desconfianza que hoy lo aparta de la sociedad. Este es el único camino para cambiar una historia marcada por la indiferencia y cimentar su legitimidad. Ese será su primer desafío y, sin duda, su más importante responsabilidad.