En muchas partes del mundo la justicia constitucional enfrenta una crisis de legitimidad. En países como Brasil, Argentina, Israel, Estados Unidos o la India —por mencionar algunos ejemplos— han surgido duros señalamientos en el sentido de que las cortes exceden sus atribuciones y no responden a las demandas de la sociedad.
Hoy, distintas voces subrayan que las cortes supremas no deben intervenir en la arena política, enarbolar las causas de los jugadores políticos, ni zanjar cuestiones cuya deliberación corresponde a la sociedad a través de los mecanismos de la democracia (J. Waldron, 2016). Insisten en que no les corresponde decidir cuánta regulación es demasiada, ni erigirse como ente fiscalizador sobre otros poderes, sino velar imparcialmente por la vigencia de la Constitución. Apuntan que, cuando operan de manera irresponsable, las cortes se pueden convertir en “un peligro para el orden democrático” (E. Kagan, S. Sotomayor y K. Jackson, 2023).
En buena medida, tales cuestionamientos están basados en la percepción social de que los jueces resuelven por razones políticas y no jurídicas; es decir, en la creencia de que lejos de responder a la sociedad, operan para favorecer o perjudicar a los distintos actores políticos, motivados por intereses minoritarios que nada tienen que ver con los reclamos de la gente, ni con la democracia.
En ese contexto, no es extraño que los medios y la ciudadanía tiendan a juzgar las decisiones judiciales como un partido de futbol —en términos puramente partidistas—,ni tampoco que surjan propuestas de reforma para realinear a las cortes a las necesidades y demandas sociales (S. Breyer, 2020).
Lo cierto es que los tribunales constitucionales juegan un papel fundamental. Su labor es indispensable para hacer realidad los anhelos de igualdad, libertad y dignidad que muchos pueblos compartimos. Con todo, es innegable que una de las tareas más desafiantes que hoy enfrentan es recuperar y mantener la confianza de la sociedad: pilar de nuestra legitimidad.
Desde mi punto de vista, ello implica repensar nuestra función en dos sentidos.
Primero, se requiere que actuemos en el margen de nuestras competencias. Nuestra labor es resolver la cuestión efectivamente planteada a partir de las normas, los hechos y los casos concretos. Con pleno apego a las reglas constitucionales, los precedentes y la doctrina, tomando en cuenta el derecho comparado y la mejor evidencia disponible.
Con todo, la Constitución no ofrece respuestas “correctas” a todas las preguntas. Por el contrario, en congruencia con su carácter democrático, su texto admite que surjan desacuerdos legítimos sobre múltiples cuestiones públicas, (R. Fallon, 2018) mismas que —además—descansan en diferencias morales profundamente arraigadas en una sociedad plural (J. Waldron, 2016).
Por tal motivo —segundo—, debemos recalibrar nuestra función a la luz de los valores de la democracia. Lejos de investirnos como “poseedores últimos de la verdad”, la Constitución nos impone el deber de proteger los derechos a través del diálogo y la cooperación con los otros poderes del Estado, así como escuchando abiertamente las demandas de la sociedad.
Por un lado, ello implica adoptar un enfoque flexible respecto del control judicial, que permita defender implacablemente los derechos y compromisos claros de nuestro constitucionalismo, pero actuar con deferencia cuando existan desacuerdos legítimos en torno a los principios y derechos en juego (R. Fallon, 2006).
Por otro lado, se requiere que las cortes sean sensibles a su rol institucional en la democracia. Debemos abandonar el modelo del juez omnisciente que resuelve desde una torre de marfil, para transitar hacia un enfoque “responsivo”(R. Dixon, 2023) contextual y sensible al impacto de nuestras decisiones, la posibilidad de su cumplimiento práctico, las necesidades de ajuste institucional, las demandas de la sociedad, el expertise de los órganos especializados, entre otros factores que permitan preservar nuestra legitimidad en el tiempo (S. Fredman, 2018; D. Landau, 2017; P. Jen Yap, 2015).
Ante todo, recuperar la confianza de la sociedad pasa por entender que nuestro papel no es frenar el cambio social, sino darle cauce, garantizando el respeto por las condiciones básicas de nuestra democracia.
Como tribunal constitucional, nos corresponde velar porque los cambios sociales y democráticos se desenvuelvan dentro de los márgenes de la Constitución, y a partir de las necesidades de la sociedad a la que servimos. Solo así resultará legítima nuestra función.