Una norma que debiera estar presente en cada uno de los actos que los seres humanos llevamos a cabo sería tener cuidado con aquello a lo que uno se habitúa, porque puede alterar la vida mucho más de lo que se pueda pensar.
Y no vengo en plan dramático, sucede que en uno de esos momentos en los que en apariencia y sólo en apariencia se está en franca ingesta de tubérculo poblano, llegan algunos destellos de claridad mental que traen luces al día a día.
De esos que los entusiastas de la creatividad llaman momentos de incubación y que implican olvidar las cosas un poco y ponerse hacer otra cosa. Y donde entran en juego los sabios del Niksen abogando por hacer nada y permitir que afloren las ocurrencias menos pensadas.
Estaba en ese trance cuando caí en la cuenta de aquellas cosas que se convierten en parte del paisaje urbano, del ecosistema social, dirían los hiperlactantes, y que en ocasiones resultan perniciosas más por la fatalidad de su constancia, que por la naturaleza del propio fenómeno.
En tiempos roquefort, en los que hay más baches en las calles que espacio para inaugurar otros, la vista se va acostumbrando tanto a las oquedades que se les acaba teniendo cierto afecto. Y cuando son tapadas, algo que suele ser temporal, pues más tardan en arreglar el bache que en volver a aparecer, se añora la imagen perdida.
La vocecilla insufrible que acompaña muchas de las publicaciones en Instagram y TikTok, prerrogativa de la inteligencia artificial y favorita de los “hacedores de contenido”, es uno de esos males que también es parte del entramado diario, al punto de haberse hecho familiar sin duda alguna.
Y qué decir del tráfico infernal que hace entender que todos los días son viernes de quincena y comienzo de puente. O, sin importar la época del año, la presencia de malas noticias cada mañana, ¿qué sería de los informativos si dejara de haber fatalidad, guerras, accidentes y, en general, violencia en el mundo?
O la monserga para hacer trámites burocráticos a pesar de los esfuerzos del dinamismo administrativo y de la disposición de los empleados por quitar del imaginario colectivo la tan mala y tan bien ganada reputación. En todos los casos se da por sentado algo y cuando falla deviene la nostalgia y con ella la hecatombe.
Por eso es mejor valorar las demoliciones que nos rodean, las miserias que adornan las calles, los estímulos cutres que colorean el mundo, los entes que envilecen y protagonizan la vida pública, porque cuando falten habremos de echarlos de menos.
Así es esta vida matraca y así es el hombre, “un animal de costumbres”, como señala Felipillo, el personaje del dibujante Quino. Aunque acabe sugiriendo la entrañable Mafalda, “¿no será que de costumbre el hombre es un animal?”