Por increíble que parezca, el absurdo, además de ser pan de cada día en las interacciones humanas, es materia de análisis de campos como la filosofía, quizá por ser tan inherente a la condición humana.
El esteta del pesimismo, Soren Kierkegaard, lo advertía desde el sinsentido de creer en alguna divinidad que estuviera más allá de la comprensión humana. Ello, agregaba, hacía carente de sentido el acto de fe (a pesar de que la propia virtud cardinal precisa de la voluntad de creer en algo más allá de la experiencia sensible, pero ya se sabe cómo eran los entes de su calaña).
Albert Camus señalaba que, como la vida carecía de sentido, había dos opciones, que a todo se lo cargara el payaso o que cada parroquiano diera su propio significado a las cosas, aunque en cualquier caso daba igual. Llevado a la praxis cotidiana, el absurdo consigue definir el talante del supuesto animal racional que lo practica. Y en una región como la mexicana, hay ejemplos de sobra para ilustrarlo.
En un estacionamiento de supermercado, no importa lo lejos que se deje el auto y lo separado que esté de los demás, basta que ocurra para que alguien decida colocarse justo al lado, habiendo muchos espacios más. O el destino que tienen los propios carritos del súper, que al acabar arrumbados y con el riesgo de estropear el camino de algún automóvil, representan la posibilidad latente de que el “arrumbador” se tope con uno de ellos.
Andar en la calle con pijama (herencia pandémica), un disparate que habla de la fodonguez de quien osa salir así, al tiempo que pone serias dudas sobre una inteligencia que no considera la fragilidad del atuendo y las inclemencias del tiempo, los riesgos de la vida en las calles y la salud ocular de los demás.
La gente comprando alimentos chatarra, ya sea en los puntos de venta o desde plataformas digitales, cuando se sabe que el producto es caro, mal servido y de ínfima calidad. Se trata, como dijera el escritor Michael Pollan, de objetos comestibles con aspecto de comida. O, por otro lado, los regímenes hipercalóricos de las mesas nacionales, al tiempo que se celebra que sólo se vive (y se muere) una vez.
Tronar cohetones en las fiestas patronales o en cualquier día y por la razón que sea, como si la deidad venerada se pusiera contenta con semejante desvarío y no fueran molestos los estruendos. Gastar como si no hubiera mañana, confiando que al día siguiente ya se verá. En especial cuando las compras son en bagatelas y el dichoso día llega, pero endeudado.
Se dice que Kafka, el escritor del absurdo, de haber nacido en México habría sido un autor costumbrista. Y que Salvador Dalí dijo no volver a esta región al no soportar encontrarse en un país más surrealista que sus pinturas. ¿Así o más claro?