Después de los anuncios de la presidenta Sheinbaum el día de su toma de posesión en relación con grandes proyectos, ayer cité del libro How Big Things Get Done, que escribe el mayor experto mundial en el análisis de este tipo de proyectos, junto con un periodista de The New York Times.
El libro no solo habla de proyectos de infraestructura. Estudia y compara proyectos de tecnología, con ejemplos de éxitos y fracasos en Apple o Amazon y sus métodos; o en la manera de hacer películas, utilizando el ejemplo de Pixar que desplazó a Disney, tanto que Disney acabó comprándola y poniendo de director al fundador de Pixar.
Recibí comentarios si el sentido de mi columna es que no se hicieran los proyectos. Nada más equivocado, al contrario, pero después de la experiencia del último sexenio, hay que hacerlos de otra manera, es decir: bien.
Tres son los parámetros para medir un proyecto: costo con relación a lo presupuestado, tiempo de entrega programado contra tiempo real y beneficios obtenidos. Como decía ayer, de 16 mil proyectos analizados, menos de 1 por ciento cumple los tres y poco menos de la mitad termina en lo presupuestado, menos aún en tiempo.
Todos hemos visto una fotografía o con suerte hemos visitado alguno de estos dos íconos de la arquitectura contemporánea: el edificio de la Ópera de Sidney, en la costa australiana, y el museo Guggenheim, de Bilbao. El australiano fue designado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y fue definido como “uno de los mayores logros de la arquitectura del siglo XX”.
Cuando una encuesta de 2010 pidió a los principales arquitectos y expertos en arquitectura del mundo que nombraran las obras más importantes desde 1980, el Guggenheim Bilbao fue, con mucho, la mejor opción.
Nadie duda que ambas obras cumplieron su objetivo; son un atractivo turístico inigualable para las ciudades e íconos mundiales.
El problema es la diferencia: en Australia la construcción estaba prevista para cinco años, pero tardó 14. La factura final superó en mil 400 por ciento la estimada. La Ópera de Sídney destruyó la carrera de su arquitecto. El Guggenheim Bilbao se entregó a tiempo y dentro del presupuesto. Costó un 3 por ciento menos de lo esperado. Ese éxito catapultó a su arquitecto al nivel más alto de los arquitectos del mundo, lo que llevó a muchos más encargos y a un vasto y distinguido cuerpo de trabajo en todo el mundo.
Hay mucho que aprender de esa diferencia y estudiar lo que unos hicieron mal y otros bien.