El 12 de octubre de 1895 tuvo lugar en México la coronación de la Virgen de Guadalupe. Un total de cuarenta obispos, nacionales y extranjeros, estaban presentes ese sábado al mediodía, vestidos con sus capas y sus mitras deslumbrantes de oro y pedrería, muchos de ellos con sus báculos, congregados en las calles aledañas a la colegiata de Guadalupe, donde el arzobispo de México, don Próspero María Alarcón, coronó a María reina de México. El pueblo celebró el suceso con fiestas en las calles. “En la Villa casi todas las casas estaban iluminadas con farolillos de mil colores”, reseñó el periódico El Tiempo. “Por todas partes se veían luces, puestos de golosinas o alimentos; el grito de los neveros, tamaleras y expendedoras de gorditas se multiplicaban por todas partes y la animación era extraordinaria”. Así culminaba el sueño de coronar a la Virgen que había tenido el arzobispo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos la noche del 14 de febrero de 1886, en el refectorio del Colegio de la Purísima Concepción, en Jacona, Michoacán, acompañado por Ignacio Montes de Oca, obispo de Linares.
La coronación culminaba la victoria de los aparicionistas sobre los anti-aparicionistas en la Iglesia. A mitad de los ochenta, Labastida y Dávalos, antecesor de Alarcón en la arquidiócesis de México, pidió al sabio Joaquín García Icazbalceta su opinión sobre el milagro de la aparición de la Virgen de Guadalupe, en 1531, en el Cerro del Tepeyac. García Icazbalceta se pronunció contra la aparición, con lo que provocó un cisma en la Iglesia de México, pues otros prelados lo siguieron, como monseñor Eduardo Sánchez y Camacho, el obispo de Tamaulipas. García Icazbalceta murió un año antes de la coronación. Sánchez y Camacho, opuesto a ella, dejó su diócesis meses después, para buscar retiro en una finca de campo llamada El Olvido.
La coronación también culminaba la victoria de los moderados sobre los jacobinos en el Estado. Años atrás, un 12 de diciembre de 1887, el gobierno del Distrito Federal había castigado con dureza los adornos en balcones y ventanas con motivo de la fiesta de la Virgen de Guadalupe. Eran, dijo, “actos de culto público fuera de los templos, con menosprecio de lo prevenido por las leyes”. Esta vez, sin embargo, el general Porfirio Díaz permitió la ceremonia en la Villa de Guadalupe, no obstante la prohibición que pesaba contra esos actos en las Leyes de Reforma. Algunos criticaron a Díaz. “Ha metido el templo y el altar”, dijo el diputado jacobino Juan Mateos, “en el cuarto de banderas”. Pero el objeto de Díaz era ceder en lo marginal (que los fieles celebraran en las calles) para garantizar lo fundamental (que la jerarquía de la Iglesia aceptara la autoridad del Estado).
El quinto concilio provincial mexicano, celebrado poco después de la coronación de la Virgen, reunía a los arzobispos, los obispos, los procuradores de los cabildos, los rectores de los seminarios y los superiores de todas las órdenes establecidas en México. Prohibió negar el milagro de la aparición de la Virgen de Guadalupe. Pidió también a sus miembros obediencia: “tienen la obligación de urgir y favorecer con todo empeño que puedan, la obediencia para con las autoridades civiles”.