“Harris mantiene a Trump a la defensiva” (The Washington Post). “Harris pone a Trump a la defensiva en un debate feroz” (The New York Times). “Harris obliga a Trump a ponerse a la defensiva en un agrio debate presidencial” (Financial Times). “La señora vicepresidenta Harris forzó al señor Trump a la defensiva” (The Economist). “Harris se cebó con Trump con burlas y críticas” (The Wall Street Journal). “Harris intentó despistar a Trump, quien mordió repetidamente el anzuelo” (CNN). Estas fueron las reacciones inmediatas al debate del martes entre los medios más influyentes en Estados Unidos. Trump habló más tiempo, pero estuvo siempre a la defensiva. Harris lo acorraló.
El debate fue visto por sesenta y siete millones de personas en Estados Unidos. Frente a la exposición en los medios, los políticos hoy tienen que ser no sólo oradores, sino también actores. Deben saber reaccionar en el escenario, frente a las cámaras. Los debates son obras de teatro. Su propósito es dar a conocer un personaje. Son un espectáculo en el que brillan menos las ideas que las personas. En ellos es menos importante la inteligencia que la personalidad. Ganan los mejores actores.
También sucede, a veces, que los que ganan el debate pierden la elección. Reagan, el viejo actor de Hollywood, perdió ante Mondale el debate de 1984, cuando su contrincante, un hábil parlamentario, lo hizo ver realmente mal —inseguro, despistado— al frente del gobierno en Washington. Perdió ese debate, pero ganó la elección. En 2000, Gore ganó el primer debate a Bush, cuya mediocridad intelectual, comparada con el refinamiento de su contrincante, suscitó sin embargo una especie de confianza en el elector promedio (y mediocre) de Estados Unidos. A partir de entonces, el demócrata tuvo que cambiar de estrategia para no aplastar con tanta brutalidad al republicano, aunque aun así perdió la elección. Algo similar pasó en 2004: Kerry ganó los tres debates a Bush, según todas las encuestas, pero a los americanos les cayó mal que fuera tan culto, resintieron que supiera tantas cosas —y no votaron por Kerry, quien sufrió así la suerte de Al Gore.
La misión de Kamala Harris, en el debate del martes, era ser mejor conocida por el público de Estados Unidos. Lo logró. Esquivó dos de las acusaciones más peligrosas que le hizo Trump. Fue acusada del caos en la frontera, pero respondió que la propuesta bipartidista para poner orden acabó rechazada por los legisladores republicanos presionados por Trump, para no darle un triunfo político al gobierno de Biden. Fue acusada de querer quitar a los americanos el derecho de portar armas de fuego, plasmado en la Segunda Enmienda a la Constitución, pero respondió que era falso, que ella misma poseía un arma de fuego, al igual que su compañero de fórmula Tim Walz. Harris, a su vez, supo azuzar la vanidad de su contrincante, como cuando le dijo que las personas que iban a sus manifestaciones se aburrían tanto que se iban. Trump le respondió furioso que eso no era cierto, y dijo luego que los migrantes haitianos se comían a los perros de los habitantes de Springfield, Ohio. Kamala sólo se rio… El que se enoja, pierde; el que ríe, gana. Trump estuvo enojado, Harris sonriente.