Nunca antes habíamos tenido que enfrentar, nosotros los humanos, una empresa colectiva tan ambiciosa como la que enfrentamos ahora: la de estabilizar el clima del planeta. Lo hacemos en un momento en que el resurgimiento de los nacionalismos dificulta la acción colectiva. Pero lo hacemos conscientes de que la década que comienza habrá de definir nuestro destino, porque definirá el destino de la Tierra.
Durante miles y miles de años la temperatura del planeta permaneció estable en un promedio de 15 grados centígrados. La estabilidad del clima hizo posible la vida como la conocemos. Los egipcios que levantaron las pirámides, los griegos que filosofaron sobre el mundo, los mayas que desafiaron a las selvas, los árabes que cruzaron los desiertos; todos vivieron bajo un mismo clima. Las condiciones que determinan la temperatura del planeta comenzaron a cambiar en los albores del siglo XIX, con la Revolución Industrial, y de forma dramática en el último tercio del siglo XX. El cambio fue rápido, desde una visión histórica; instantáneo, desde una perspectiva geológica. Sucedieron varias cosas, todas relacionadas con la Revolución Industrial. Uno, el crecimiento explosivo de la población mundial (menos de mil millones de personas al comenzar el siglo XIX, más de siete mil millones al principio del siglo XXI). Dos, el aumento desmesurado de la demanda de energía por habitante, que creció a un ritmo todavía más acelerado (si entre 1850 y 1970 la población se multiplicó por tres, la demanda de energía por habitante se multiplicó por 12). Y tres, las características de las tecnologías usadas para generar esa energía, basadas en combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas) que generan gases de efecto invernadero, sobre todo bióxido de carbono, en cantidades tan grandes que no pueden ser absorbidas por la naturaleza. La temperatura global ha subido poco más de un grado en los últimos 100 años respecto al nivel preindustrial. El Acuerdo de París quiere limitar su incremento a no más de 2 grados. Si la temperatura sube más (cuatro grados, por ejemplo) “la catástrofe sería inimaginable, pues muchas regiones del planeta se volverían inhabitables”, en palabras de Mario Molina.
Hemos descubierto que el clima no es un hecho inmutable y eterno, sino un sistema complejo y delicado, muy frágil, parecido a un milagro. Y por eso nos preguntamos qué va a suceder al final del siglo, cuando muchas de las personas que ya viven seguirán vivas. Es posible que ocurra una catástrofe ecológica. Es posible, también, que vivamos en una especie de paraíso tecnológico. Es la apuesta que hace Bill Gates en un artículo que publicó estos días en el Financial Times. La innovación apenas estaba presente en la agenda climática antes de París 2015; está hoy en el centro del escenario en Glasgow. “La innovación”, dice Gates, “es la única forma en que el mundo puede reducir las emisiones de gases de efecto invernadero de alrededor de 51 billones de toneladas al año a cero para 2025”. Ya existen formas de producir energía sin alterar el clima. Pero son más caras. Por eso es necesario un impuesto al carbono que haga que la energía sucia sea más cara que la energía limpia.
Carlos Tello Díaz*
*Investigador de la UNAM (Cialc)ctello@milenio.com