El 21 de marzo de 1906 fue conmemorado el centenario del natalicio de Benito Juárez. Esa noche, la Comisión Nacional del Centenario organizó una velada en su honor en el Teatro Arbeu. Porfirio Díaz llegó con su gabinete para tomar asiento junto a la familia Juárez. Justo Sierra ocupó la tribuna para dar el discurso de honor. “Tres hombres han acertado, en nuestra historia de pueblo libre, a encarnar la Patria en los tres momentos supremos de su evolución”, afirmó ahí Sierra. “Y los hombres serán discutidos, el servicio, el inmenso servicio, es indiscutible: un iniciador, un reformador, un pacificador. Estos tres hombres no han caído del cielo como estrellas, como seres de un mundo superhumano, venidos de improviso y sin antecedentes necesarios a ejecutar un designio divino; son culminaciones, mas provienen de un levantamiento gigantesco de aspiraciones, de instintos obscuros, de exigencias conscientes de vida y libertad, de preparaciones lentas y premiosas, obra de otros hombres, de otros dolores, de otros heroísmos, de otras voluntades; en esos levantamientos sociales ellos son los vértices, las cimas, los puntos de convergencia”. Sierra repitió la frase, para acentuarla: ¡Un iniciador, un reformador, un pacificador! Era la primera vez que aludía al iniciador (Hidalgo), al reformador (Juárez) y al pacificador (Díaz), la trilogía que habría de consagrar el régimen en las Fiestas del Centenario.
Hidalgo era el héroe de los liberales, que festejaban el inicio de la insurgencia, en oposición a Iturbide, adalid de los conservadores, que celebraban el fin de la Independencia. Juárez, a su vez, era el jefe de los liberales, que lo contrastaban con Miramón, el presidente de los conservadores durante la Reforma. Díaz, en fin, era el hombre que impuso la paz en un país dividido por la discordia, “hombre hecho para ordenar, administrar y dirigir”, escribió Sierra. Había colaborado, él mismo, con los últimos dos: fue diputado por un distrito de Veracruz que no conocía (con Juárez) y por un distrito de Sinaloa que tampoco conocía (con Díaz). Sabía cómo eran las cosas en el gobierno de los liberales, pero su discurso estaba consagrado a la celebración.
Justo Sierra llamó a Hidalgo el iniciador, y tenía razón: eso fue. El consumador de la Independencia, en cambio, fue el general Agustín de Iturbide, el 27 de septiembre de 1821. Pero México celebraba desde hacía tiempo el inicio de la Independencia, el 16 de septiembre de 1810. Al ser consumada la Independencia, el propio Iturbide decretó celebrar el 16 de septiembre “con salvas de artillería y misa de gracias, a la cual deberá asistir la Regencia con las demás autoridades, vistiéndose la Corte de gala”. Así ocurrió en 1822.
Tras el grito de 1810, Hidalgo avanzó hacia Guanajuato, donde los insurgentes mataron a los españoles refugiados en la alhóndiga de Granaditas. Más tarde, en Guadalajara, después de otra masacre, Hidalgo decretó la abolición de los tributos y la restitución de tierras a los indígenas de la Nueva España. La violencia también estaba unida a la redención, a la emancipación. Quizá no necesariamente unida. Pero la violencia le dio a la liberación algo que seguramente no tendría sin ella: resonancia y prestigio.