En la elección del martes culminó uno de los procesos electorales más extraordinarios en la historia de Estados Unidos. Desde hacía tiempo sabíamos —incrédulos— que la elección de 2024 sería una réplica de la de 2020. Pensábamos que ganaría el candidato impopular de los demócratas, no el candidato impresentable de los republicanos. Pero todo empezó a cambiar. En noviembre de 2023, hace un año, el New York Times dio a conocer una encuesta que mostraba que Trump estaba arriba de Biden en los estados que decidirían la elección: Nevada (52 contra 41), Georgia (49 contra 43), Arizona (49 contra 44), Michigan (48 contra 43) y Pensilvania (48 contra 44). La ventaja de Trump estaba en todos esos estados, salvo Pensilvania, fuera del margen de error. Biden solo aventajaba a Trump en Wisconsin (47 contra 45), pero su ventaja, ahí, estaba dentro del margen de error. Por primera vez, la intención de voto favorecía a Trump, a pesar de que enfrentaba múltiples juicios, por un total de 91 cargos en su contra. Biden estaba empatado con él en las encuestas nacionales de intención de voto (44.8 frente a 45.6 de su adversario) y era todavía el favorito de las apuestas (con 41 por ciento de probabilidades de ganar, frente a 37 por ciento de su contrincante). Pero los resultados de la encuesta del New York Times pusieron a temblar a todos. “Donald Trump parece espantosamente elegible”, dijo The Economist. “Si la elección presidencial en Estados Unidos fuera mañana, probablemente ganaría”.
Hasta el debate del 27 de junio, Biden estaba apenas un punto por abajo de Trump (44 contra 45). Ninguno de los posibles candidatos demócratas parecía capaz de detenerlo, con la excepción de Michelle Obama, quien dejó claro que no estaba interesada en la candidatura del Partido Demócrata. Biden parecía así, hasta ese debate, desastroso para él, el candidato con mejores posibilidades frente a Trump. Pero tenía problemas para conectar con los jóvenes y los no blancos, y no parecía que pudiera remontar. Entonces ocurrió, en julio, el atentado en Pensilvania. La bala cambió el curso de la elección. Hirió a Trump, pero mató a Biden, quien llevaba semanas de regatear dinero a los donantes de su partido, de aparecer errático frente a las cámaras de televisión, de recibir diluvios de demandas de sus compañeros para ceder la estafeta, y que renunció por fin en favor de Kamala Harris.
Kamala Harris le ganó el debate a Donald Trump. Su misión en ese debate, visto por 67 millones de personas, era ser mejor conocida por el público de su país. Lo logró. Repuntó en las encuestas, hasta sobrepasar a su adversario. Pero entonces, a principios de octubre, datos nuevos empezaron a cambiar las cosas: los mercados de predicción, es decir, las apuestas, daban ya como probable ganador a Trump. Elon Musk tuiteó entonces en su plataforma que las apuestas eran más certeras que las encuestas. Polymarket le dio una probabilidad de ganar de 64 por ciento, aunque con solo 40 por ciento de posibilidad de ganar el voto popular. Una semana antes de la elección, sin embargo, Kamala repuntó en Iowa, un estado que refleja el sentir del Midwest. Así llegamos a la elección del martes. Teníamos todo para suponer que sería una de las más cerradas de la historia.