La Revista de la Universidad de México publicó en septiembre una crónica de Elena Poniatowska realmente genial sobre la visita que hizo con Luis Buñuel a la penitenciaría de Lecumberri para ver al poeta colombiano Álvaro Mutis. En la crónica aparece una fotografía de Elena, preciosa, que tomó por esas fechas Kati Horna. Mutis acababa de llegar hacía apenas unos años a la Ciudad de México, donde de inmediato hizo amistad con los García Terrés (Jaime y Celia) y los Xirau (Ramón y Ana María), y con el grupo de escritores en el que destacaban Octavio Paz y Carlos Fuentes. Pero en el otoño de 1958 cayó preso. Habría de pasar 15 meses recluido en Lecumberri, mientras era definido a su favor un proceso de extradición a Colombia (la del dictador Rojas Pinillas). No tengo claro todavía de qué era acusado, a pesar de que lo he preguntado a amigos que conocieron el asunto, pero el delito tenía que ver, parece, con haber gastado dinero que no era suyo en fiestas y comidas. Acostumbrado desde niño a una vida de viajes por Europa (su padre era diplomático) y de travesías por el interior de Colombia (la familia de su madre tenía una finca), y acostumbrado también a la vida opulenta que le daba su trabajo en la Standard Oil, la cárcel fue para él una experiencia traumática. “En la cárcel tú llegas al final de la cuerda”, diría luego Mutis en otra entrevista con Poniatowska, publicada en La Jornada. “Todo lo que sucede en la cárcel es verdad absoluta. Ahí no tienes lugar especial, ni por tu posición social, ni por tu condición de escritor… Estás frente a la nada”. Leyó a Chateaubriand, a Proust, al Príncipe de Ligne. Era el mayor de la crujía A. Pero estaba en un abismo. “Sombrío, nos despide”, anotó Elena en la crónica de Lecumberri. “La última mirada de Mutis es de enojo. O de desesperación”. Álvaro Mutis salió libre el 22 de diciembre de 1959, meses antes de lo previsto, para celebrar la Navidad. Tenía 36 años. Había publicado ya Los elementos del desastre y Reseña de los hospitales de ultramar, y cuando recuperó su libertad escribió Diario de Lecumberri, que en 1960 publicó la Universidad Veracruzana, “gracias al interés y amistad de Elena Poniatowska”, dice en una nota, para añadir: “La ficción hizo posible que la experiencia no destruyera toda razón de vida”.
Pero en esa crónica de su visita a Lecumberri, Poniatowska curiosamente habla muy poco de Mutis. Al pasar por el redondel del polígono, de una crujía a la otra, describe a los personajes que pasan por sus ojos. “Saludamos a un hombre más alto que los demás, vestido de azul marino, su cuartelera muy bien puesta”, dice, para describir su celda: “Del techo cuelga una maraña de cables, enchufes y una multitud de televisiones y radios, de aparatos domésticos: licuadoras, batidoras, planchas y secadoras”. Lo saludan, se despiden. “¿Saben a quién acaban de conocer?”, les pregunta el guardia. “A Ramón Mercader, el que mató a Trotski, un caso muy sonado, ¿no lo conocían ustedes?”. Siguen caminando por el penal, impresionados. “¡Ah, miren, allá viene Siqueiros con su bolsa del mandado!”. (Otro que también intentó matar a Trotski, por cierto.) Su esposa Angélica Arenal acababa de traer la bolsa con el mandado, como lo hacía todos los días, para comer con su marido en su celda, que también era su atelier. “¿No gustan comer con nosotros?”, les preguntó a Poniatowska y a Buñuel. Le dicen que no gracias, porque siguen de visita. “Miren, aquel que va allá es El Timbón Lepe”. ¿Quién? “El gordo Lepe, el papá de Ana Bertha Lepe, la actriz. El Timbón le mató al amante. Cuando viene Ana Bertha a ver a su papá, no saben la que se arma. Todos los presos chiflan, gritan, aúllan”.
Hubo muchos otros personajes de leyenda que pasaron por Lecumberri. Algunos eran asesinos, como Goyo Cárdenas (El Estrangulador de Tacuba) y Estanislao Urquijo (El Deslenguador); otros escritores y artistas, como William Borroughs, José Revueltas y Salvador Flores Rivera (el legendario Chava Flores, preso un tiempo ahí, como lo cuenta en Relatos de mi barrio). Y estaba también, por cierto, Enrico Sampietro, uno de los más grandes falsificadores de todos los tiempos. María Asúnsolo, a quien conocí en su casa de Cuernavaca porque era amiga de mi abuela, y que tenía arrumbados los bocetos que le pintaron Rivera y Siqueiros, mantenía en el lugar de honor el gran retrato que le hizo Sapietro en Lecumberri.
ctello@milenio.com