Donald Trump decía que vivía un love affair con México, en tiempos del presidente Andrés Manuel López Obrador. Le daba las gracias. Decía que era su amigo. “Me gustaría agradecer al presidente López Obrador de México por su gran cooperación que estamos recibiendo y por poner 27 mil efectivos en nuestra frontera sur”, dijo ante la ONU. “El presidente es amigo mío, está haciendo un gran trabajo”, repitió ante sus seguidores. The Economist los llamó, no sin razón, “The two amigos”.
Uno era un presidente encumbrado por la derecha, otro era un mandatario identificado con la izquierda, pero las similitudes eran evidentes. Ambos identificaban en su discurso dos grupos antagónicos, el pueblo (que es puro) y la élite (que es corrupta), y tenían como objetivo implementar la voluntad del pueblo. Ambos lograron “desplazar al establishment”, como dijo López Obrador en la carta que escribió para felicitar a Trump. Los dos aborrecían las instituciones que eran parte de ese establishment, a las que trabajaron para desmantelar, incluso si eran exitosas (Obamacare y el Seguro Popular). Ambos buscaban mantener un contacto directo con el pueblo que los encumbró, uno con tuits y otro con mañaneras, y ambos eran enemigos a muerte de la prensa crítica, a la que amenazaban todos los días. Su populismo era polarizador y autoritario, y también carismático y grandilocuente. Ambos presumían todo el tiempo que su gestión era histórica, absolutamente inédita (aunque los dos evocaban con nostalgia un pasado dorado que los guiaba, situado en ambos casos en la década de los cincuenta). Tenían también otras similitudes: los dos despreciaban la ciencia, los dos estaban fascinados con el petróleo, los dos ostentaban su indiferencia y su desinterés por la naturaleza, los dos habían pactado para llegar al poder con las iglesias evangélicas. Pero más allá de las similitudes, Trump estaba contento porque López Obrador hacía todo lo que le pedía hacer en México. El primero amenazó al país con desaparecer el TLC, y el segundo cedió a las presiones para poder firmar el T-MEC; el primero advirtió que subiría el arancel a los productos del país si no era detenida la migración, y el segundo mandó a decenas de miles soldados de la Guardia Nacional a la frontera con Guatemala; el primero exigió reabrir en México las fábricas que eran necesarias para la economía de Estados Unidos, y el segundo accedió, en medio de la pandemia del covid-19. A cambio de todo eso, López Obrador obtuvo su anuencia para implementar su proyecto en el país, el de la llamada Cuarta Transformación. A eso aludía cuando le dijo a Joe Biden que Trump había sido respetuoso de la soberanía de México.
La presidenta Claudia Sheinbaum buscará también la venia de Trump a su proyecto en México. Pero no parece probable que tenga el éxito que tuvo el presidente López Obrador. Es difícil que, en nuestra relación con Estados Unidos, volvamos a ver la terquedad con la que el Presidente defendía su relación con Trump, la mansedumbre con la que aceptaba los insultos y las amenazas. Sheinbaum no querrá borrar las señas de identidad que siempre han distinguido a la izquierda en América Latina, antimperialista y antiyanqui, sobre todo desde el triunfo de la Revolución en Cuba.