En el México del crimen crónico y la desaparición como rutina, Emilia Pérez (2024), dirigida por Jacques Audiard, propone algo que parece un oxímoron cultural: un musical sobre la violencia y la desaparición de personas.
¿Se puede bailar con el dolor? ¿Cantar mientras arde la tragedia? Audiard dice que sí, y lo hace con una mezcla de crítica social, humor incómodo y melodías que, de tan conmovedoras, asustan.
La historia sigue a Rita, una abogada que, con los zapatos bien lustrados y la moral tambaleante, se enfrenta al dilema ético de ayudar al jefe de un cártel a retirarse.
Esto, claro, no sin las dosis justas de comedia, drama y ese absurdo tan mexicano donde la corrupción es protagonista, pero siempre finge ser un secundario.
El musical plantea una pregunta de alto voltaje: ¿cómo narrar el horror sin trivializarlo?
Emilia Pérez responde con un grito estético: transformar el silencio en coro, la omisión en espectáculo, la complejidad en banda sonora. Aquí no hay respuestas fáciles, solo melodías que confrontan.
Y luego está el sonido. Porque en Emilia Pérez, México se escucha.
Se oyen los pregones de los mercados, los rezos de las abuelas, los cláxones furiosos y ese desgarrador grito colectivo que habita marchas y pesadillas: "¿Dónde están?".
Este paisaje sonoro, tan cotidiano como desolador, se entrelaza con mariachi, banda, cumbia y canciones originales que logran lo impensable: hacer que el dolor se sienta y se piense al mismo tiempo.
Un público emocionado es un público incómodo, parece decir Audiard, y con razón.
La película no se detiene en la denuncia directa, porque sería demasiado obvia.
En cambio, usa el artificio del musical para desnudar las fallas del Estado mexicano y la desigualdad en las responsabilidades sociales.
Lo hace con la sofisticación de quien sabe que la crítica no está peleada con la accesibilidad ni con el entretenimiento. La sátira y el arte no son disculpas; son herramientas.
Más allá de sus riesgos estéticos, Emilia Pérez transforma el género musical en un arma política y emocional.
Aquí el mariachi no es solo para el tequila; también sirve para el duelo.
El baile no es evasión, sino resistencia. La película es un espejo roto que, al reflejar, duele y reta.
En el horizonte fílmico de Emilia Pérez hay luces de esperanza, pero son las que se apagan al final del día. La película no ofrece soluciones; ofrece preguntas cantadas.
¿Cuánto más podemos soportar como sociedad? ¿Cuántos gritos caben en el silencio? Y, sobre todo, ¿qué hacemos con el dolor cuando no hay justicia, pero todavía hay música?
El musical logra lo impensable: hace de Emilia Pérez un grito colectivo disfrazado de espectáculo.
Y nosotros, espectadores cautivos de nuestra propia realidad, terminamos cantando también, porque en este país, callar nunca ha sido opción.
@perezyortiz