Fue una transición pacífica del poder la ocurrida en Estados Unidos, sin duda. Es lo que enfatizaban los comentaristas y políticos estadunidenses cuando se les preguntaba por lo que presenciábamos el pasado lunes. Sin embargo, había una extraña sensación de que en cualquier momento las formas no lograrían contener el regreso de Donald Trump al poder.
Es cierto que se cubrieron los protocolos: Biden recibió a Trump y a su elegante esposa para tomar el té y los ex presidentes se zumbaron completo y sin chistar el discurso en el que se les acusó de haber traicionado a su país. La clase política además en su casi totalidad se presentó disciplinada al ritual. Pero era evidente que nada significaba lo que debería, y que las reglas se seguían, pero no se respetaban.
Cada que pudo, Trump se burló de la clase política. Los lugares más codiciados fueron no para los altos cargos, sino para su familia y para los multimillonarios dueños de las empresas tecnológicas. Se comportó en todo momento como si su poder no tuviera límite. El zenit de la jornada de su coronación fue cuando en el auditorio Capital One, frente a 20 mil personas, escenificó el acto de gobernar firmando órdenes ejecutivas que eran vitoreadas por el público.
Estamos hablando de medidas como la salida del Acuerdo de París o la prohibición de usar el gobierno como arma contra los adversarios políticos. Una suerte de Coliseo Romano de nuestros días: el Emperador sentado en la silla del poder firmaba documentos que eran órdenes perentorias, aclamado por los suyos, mientras sus adversarios y el mundo sostenían la respiración. Más allá de la importancia real de las medidas, el acto en sí parecía tener un efecto reparatorio para el firmante y sus simpatizantes.
Al terminar de firmar todas las órdenes con una sola pluma, como un torero, se fue lanzando las plumas que le habían colocado para que firmara cada orden con una distinta. Regaló plumas que no habían firmado nada, pero a quién le importa. Juró sin poner la mano izquierda sobre las biblias, pero tampoco importa. Como tampoco importa si es verdad que los países estén vaciando sus cárceles y psiquiátricos para mandarlos a Estados Unidos o si China ya controla el Canal de Panamá. Pero Trump sabe lo que hace. Se nota. Está en sintonía.
Washington D.C. era una auténtica fiesta. Muy distinto a hace ocho años cuando una ciudad liberal recibía con condescendencia a los simpatizantes de Trump. Nada de eso esta vez. Inundaron una ciudad que los recibió entregada. El momento es suyo. Trump avanza sobre las ruinas de un sistema. (Suena conocido y se siente familiar). La conexión de Trump con su electorado es indiscutible.
Trump y su grey se mueven dentro de los márgenes del sistema, pero amenazan a cada momento con desbordarlo. El desenlace es incierto: contenido el movimiento MAGA, puede terminar por darle un nuevo vigor o incluso una renovada legitimidad, a un sistema y una democracia en la que unas cuantas familias (Clinton, Bush) parecían monopolizar la presidencia y los partidos.
Ahora que si desborda al sistema las consecuencias podrían ser funestas y recordaríamos el lunes como el día que no supimos leer con claridad lo que se avecinaba. Depende de Trump, de qué tanto es el conductor experimentado que mueve los hilos y hace la magia o uno más de los que se creen el truco. El lunes se veía en control, pero el equilibrio es precario.