Conjurar Acteal

Ciudad de México /

Al bajar por la ladera, entre la maleza asoma tierra humedecida por el verde otoño en curso. Todavía se oye el clarín de algunos gallos. Sobre la puerta que nos recibe está la leyenda Bienveni@s a la tierra sagrada de los mártires de Acteal. Casa de la Memoria y Esperanza. Sede única de la Organización Sociedad Civil, Las Abejas de Acteal.

Voy con Águila y Conejo a una reunión. Junto al fogón mañanero bebemos café y comemos un plato de frijoles con tortillas mientras esperamos. En esa espera JAJ relata cómo le pasa el tiempo en espiral cuando filma este universo tzotzil en el que lleva medio siglo viviendo. Su cámara en mano es un arco dichoso y su mirada una flecha lenta, pienso.

Tras la cocina hay una construcción que es faro por fuera, biblioteca por dentro: Se llama Sna ubil xchi’uk smalael “Alonso Vázquez”. Sobre la meseta hay además una iglesia de fachada color blanquiazul atlántico en la cual emergen una virgen de Guadalupe y un Cristo coronado con espinas en la cabeza. (Águila, que ya ha venido antes, me susurra que detrás del templo está la ermita donde ocurrió todo).

Todo. Ninguno de nosotros pronuncia la palabra masacre estando aquí en el lugar donde ésta ocurrió, pero una tristeza espesa impregna cada porción del espacio y nuestra palpitación. El dolor de la palabra se siente, aunque el paisaje que despliega el horizonte es un verde hermoso, vital.

Ya en la reunión, la palabra masacre sale de las bocas de algunos sobrevivientes de aquel infausto 22 de diciembre de 1997. Sentados en un círculo en forma de cuadro dialogamos en un jacal donde cuelgan fotografías de mujeres de la comunidad de X’oyep protestando en los noventa contra el Ejército en Chenalhó. Se trata de una memoria que está viva porque las nuevas generaciones de Las Abejas aún resisten contra la deshumanización y la muerte mutantes pero vigentes.

Al pie del barranco donde también ocurrió todo fue levantado un auditorio detrás del cual se despliega la serranía. Con ese mar montañoso de fondo suelen reunirse comunidades tzotziles de Los Altos para seguir organizando su autonomía. Lo hacen rodeadas de cuarenta y cinco cruces blancas, siete que corresponden a hombres adultos, cuatro a niños, dieciséis a niñas y dieciocho a mujeres adultas, de las cuales cinco estaban embarazadas. Todas las víctimas oraban y ayunaban por la paz cuando fueron masacradas.

La crisis de violencia actual de Chiapas es cosecha de impunidades sembradas con esmero contrainsurgente como el de Acteal, anoto en la libreta, intentando darle algo de funcionalidad denunciante a mi estancia en esta tierra sagrada. ¿Ver las cruces pero, además, ver las montañas?, pregunto también en otra hoja, ahora buscando hallar algún sentido personal específico al desandar por aquí.

En pleno devaneo, apunto otra cosa importante que JAJ comenta: Los perpetradores de la masacre andan como si nada por estos lares, tras haber sido liberados hace más de diez años gracias a los buenos oficios judiciales del CIDE y de intelectuales de diversa calaña, entre los que destaca Hugo Eric Flores, uno de los líderes a bordo del barco de una transformación que a veces parece restauración.

Las Abejas no se rinden. Ahora esperan que la CIDH dé a conocer pronto su Informe de Fondo sobre el caso para que sean señalados por fin los autores intelectuales. La justicia verdadera está pendiente. El pasado aquí no pasa, porque para el gobierno es más fácil conmemorar las masacres que impedirlas o cometerlas.

Termina entonces nuestra visita a la Casa de la Memoria y Esperanza. Ya en San Cristóbal nos ponemos a girar en círculos, pero en un cuadro, como dice el conjuro de Manwela Kokoroch que Conejo encuentra en un libro enmascarado de poemas de Ámbar Past, intentando descifrar el enigma con el que nos hemos comprometido al ver y sentir la verde sangre mártir que florece en Acteal.


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