Voces madrugadoras reportando desde el rancho Izaguirre que aquí no pasó nada, que en estos páramos todo está en paz (como el país entero), que hay una presidenta firme y una oposición exagerada.
Por otro lado, en el mismo rancho, a la misma hora, hay también voces desveladas describiendo con oscuro entusiasmo y sórdida inventiva los detalles de las masacres llevadas a cabo en el paraje.
He aquí un dilema demencial. Si como gobierno no puedes ocultar lo que sucede ni hacerte responsable de una investigación cabal de algo que ocurrió ahí en Teuchitlán, como viene sucediendo en otros cientos de lugares del país, que venga entonces primero el caos y luego la confusión.
Benditas sean las redes sociales y una desinformación que permite montar el espectáculo de impunidad con el que ahora quedará asociada la palabra Teuchitlán.
Abrid las puertas del profundo dolor descubierto y revelado por colectivos de buscadoras y periodistas, para que puedan pisotearlo con un penoso safari forense, tanto colaboradores de la causa como enemigos de la patria, que al cabo la verdad no importa, sino la nueva batalla de narrativas de una guerra que adquiere cada vez un cariz más fascista.
A pesar del perverso intento por destruir la empatía con las víctimas, para estas alturas, a las autoridades que se avientan entre sí la culpa les es imposible negar lo evidente: que en Teuchitlán había una base de operaciones criminales en la que se exterminaban personas con la debida diligencia y complicidad de una serie de instituciones.
A lo largo de estos años, muchísimas madres, abuelas y esposas se han convertido en las dirigentes y participantes del movimiento más coherente de la sociedad civil en contra de la barbarie de nuestra democracia. No solo por piedad o compasión hay que ponerse del lado de las buscadoras, sino por un acto de mera supervivencia e imaginación política frente al horror cotidiano.
“Todas las penas se pueden sobrellevar metiéndolas en una historia o contando una historia sobre ellas”, escribió Hannah Arendt. Hay que volver a Teuchitlán una y otra vez hasta encontrar en ese monte de la realidad las palabras precisas, justas y humanas que desde las perspectivas de las víctimas venzan el espectáculo de impunidad.