El arte del poder y la sabiduría

Laguna /

Vivimos en un mundo donde el poder se despliega sin máscaras, donde las estrategias internacionales se juegan como una partida de ajedrez en la que los ideales quedan relegados al fondo del tablero. 

Es un mundo que ha aprendido bien las lecciones de la realpolitik, ese término tan gastado y, sin embargo, tan vigente, que se ha convertido en sinónimo de un pragmatismo frío, un cálculo meticuloso que no deja espacio para la moral ni la ética. 

Pero, ¿acaso podemos entender la geopolítica actual sin preguntarnos qué la sustenta? ¿No es, después de todo, una manifestación concreta de la filosofía encarnada en la praxis?

Otto von Bismarck, el maestro de la realpolitik, lo entendió con una claridad casi brutal: el poder no se obtiene ni se mantiene apelando a la buena voluntad, sino a través de la astucia y la fuerza, por encima de cualquier consideración ética. 

Y, sin embargo, esta forma de ver el mundo no es nueva. 

Desde Maquiavelo, quien en *El Príncipe* ofreció su cínica —aunque realista— visión del poder, hasta los realistas contemporáneos como Hans Morgenthau, la política ha sido tratada como un arte de la supervivencia, una competencia feroz donde los estados, como los individuos en el estado de naturaleza de Hobbes, buscan ante todo proteger sus propios intereses.

Pero reducir la geopolítica a un mero juego de poder sería no solo simplista, sino peligrosamente miope. 

Detrás de cada maniobra, de cada tratado roto o alianza forjada, hay una filosofía que late en sus entrañas, una visión del mundo que da forma a las acciones de los estadistas. 

La realpolitik, por tanto, no es solo una cuestión de cálculo; es la encarnación de un escepticismo profundo hacia las abstracciones éticas, hacia ese optimismo kantiano que sueña con una paz perpetua basada en la razón y la cooperación. 

Es, en el fondo, una filosofía de la desconfianza, que ve en la naturaleza humana no la búsqueda del bien común, sino el deseo insaciable de poder.

En esta tensión entre la ética y el poder, entre la moral y el pragmatismo, se juega la esencia de la geopolítica contemporánea. 

Vivimos en un mundo que, tras el colapso de la bipolaridad de la Guerra Fría, ha dado paso a un sistema multipolar donde potencias emergentes desafían el orden establecido. 

Y aquí, en este nuevo escenario, la filosofía vuelve a reclamar su lugar. 

¿Cómo reconciliamos la soberanía nacional con los imperativos éticos de una globalización que desdibuja las fronteras? ¿Es posible, en este contexto, hablar de justicia sin caer en el vacío de las buenas intenciones?

Nietzsche, el filósofo de la sospecha, podría ofrecer una clave para entender la realpolitik actual. 

En su concepto del *Übermensch*, de aquel que crea sus propios valores y se erige por encima de la moral convencional, podemos ver un reflejo de ciertas potencias que, hoy en día, no buscan tanto la hegemonía como la afirmación de su identidad en un mundo fracturado por los relativismos culturales. 

Estas naciones no temen romper con los consensos éticos si ello implica afirmar su poder y su lugar en el orden internacional. 

En este sentido, la realpolitik nietzscheana no es simplemente una cuestión de cálculo estratégico, sino una afirmación del poder creador, un desafío al nihilismo que amenaza con sumir al mundo en la indecisión.

Al final, la verdadera pregunta que nos queda es si la política —y, en consecuencia, la geopolítica— puede trascender su condición de arte pragmático para convertirse en un espacio donde el poder y la sabiduría se encuentren. 

En un mundo que parece inclinarse cada vez más hacia un realismo sin principios, necesitamos recordar que detrás de cada decisión hay una filosofía, una visión del ser humano y de la sociedad que no podemos ignorar sin pagar un precio. 

La tarea de la filosofía, entonces, no es ofrecer respuestas, sino abrir espacios para la reflexión, para cuestionar los fines que perseguimos y los medios que empleamos.

Tal vez, en última instancia, el verdadero arte de la política no radica en la mera acumulación de poder, sino en la capacidad de armonizarlo con una visión más amplia, una que no tema mirar al abismo, pero que tampoco olvide la luz que puede surgir del diálogo entre la ética y la praxis. 

Porque, al final, no se trata solo de lo que hacemos, sino de quiénes elegimos ser en el escenario de la historia.

  • Eduardo Emmanuel Ramosclamont Cázares
Más opiniones
MÁS DEL AUTOR

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.