El Observador como Génesis Ontológica

Laguna /

La existencia del otro, esa entidad que se mueve fuera de nuestro campo inmediato de percepción, es una cuestión profundamente inquietante. 

¿Qué ocurre con las personas antes de conocerlas? ¿Existen en un sentido pleno, o son apenas sombras difusas en un limbo ontológico, esperando ser reveladas por nuestra mirada? 

Esta pregunta, que parece más propia de la metafísica que de la vida cotidiana, encuentra resonancia en la paradoja del observador, ese principio cuántico que sugiere que la realidad no se define hasta ser medida. 

¿Podría aplicarse este mismo fenómeno a las relaciones humanas?

Cuando conocemos a alguien, no solo lo integramos en nuestra experiencia; lo creamos. 

Antes de ese momento, la persona es, para nosotros, una abstracción sin rostro, un ser que existe potencialmente pero no de manera concreta en nuestra narrativa. 

Es en el acto de reconocerlo, de darle un lugar en nuestra percepción, donde lo hacemos “real.” Esta idea, lejos de ser meramente especulativa, subraya un aspecto fundamental de nuestra relación con el mundo: las personas no existen plenamente para nosotros hasta que las observamos, las conceptualizamos y les asignamos un significado.

Sin embargo, este proceso es profundamente egocéntrico. 

Cada observación que hacemos del otro está mediada por nuestras propias limitaciones: culturales, cognitivas, incluso emocionales. 

En el acto de observar, moldeamos al otro según nuestras expectativas, nuestros prejuicios y nuestra capacidad de comprensión. 

La pregunta, entonces, no es solo si el otro existe antes de ser conocido, sino qué tan auténtica es esa existencia una vez que hemos intervenido en ella. 

Somos observadores y, a la vez, creadores de una realidad parcial, una construcción que nunca será completamente fiel al otro en su esencia.

Emmanuel Levinas habló del rostro del otro como una irrupción que trasciende la inmanencia del yo, pero incluso esa irrupción se encuentra atrapada en nuestra mirada, en nuestra narrativa. 

El otro siempre será, en alguna medida, un reflejo de nuestras proyecciones. 

Antes de conocerlo, su inexistencia práctica no es una ausencia de ser, sino una ausencia de significado en nuestra experiencia. 

La existencia del otro depende de nuestra capacidad para integrarlo, y esta dependencia plantea una fragilidad fundamental: el ser que reconocemos está condicionado por nuestra subjetividad.

Así como nosotros existimos bajo la mirada de los demás, el otro es una confirmación constante de nuestra conexión con el mundo, pero también de nuestras limitaciones. 

Vivimos en una red de observaciones mutuas, un entramado en el que el ser nunca es absoluto, sino siempre contingente. 

Al reconocer al otro, no solo le otorgamos existencia; también nos transformamos, redefiniendo los límites de nuestra humanidad y abriendo espacios para una existencia compartida, tan efímera como profunda.

  • Eduardo Emmanuel Ramosclamont Cázares
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