Vivimos en una época donde el conocimiento abunda, se multiplica y circula con una velocidad antes impensable.
En un solo clic, podemos acceder a saberes ancestrales, teorías complejas y trivialidades cotidianas.
Sin embargo, esta abundancia de información plantea una cuestión filosófica central: ¿es más relevante lo que aprendemos o lo que somos capaces de desaprender?
La dialéctica del olvido, como la denominaré aquí, se refiere a la capacidad de cuestionar, desmantelar y dejar atrás ciertas formas de conocimiento que ya no sirven, o peor aún, que bloquean la posibilidad de una comprensión más profunda.
Desaprender no es simplemente olvidar; es un acto deliberado, consciente y crítico.
En la tradición filosófica, Sócrates ya esbozaba la paradoja del saber al decir "solo sé que no sé nada", reconociendo la importancia de la ignorancia como un espacio fértil para el conocimiento verdadero.
Pero en nuestra contemporaneidad, el desaprender tiene un valor aún mayor, pues el saber acumulado está teñido de inercias culturales, ideológicas y dogmáticas que muchas veces no cuestionamos.
Desaprender es un acto subversivo contra la estabilidad del conocimiento, un esfuerzo para liberar la mente de esas cadenas invisibles.
Un ejemplo paradigmático del valor del desaprendizaje lo encontramos en la ciencia.
Paradójicamente, el avance científico se fundamenta en su capacidad para corregirse, para desechar teorías previamente aceptadas.
En su “La Estructura de las Revoluciones Científicas”, Thomas Kuhn describe cómo los paradigmas científicos colapsan no tanto por el descubrimiento de nuevos hechos, sino por la incapacidad de los antiguos paradigmas para explicar la realidad.
Aquí, el desaprender deviene un imperativo para la renovación.
En la vida cotidiana, desaprender es igual de esencial.
Nos aferramos a ideas preconcebidas, a narrativas personales que construimos para darle sentido a nuestra existencia, y a patrones de comportamiento que creemos nos definen.
Pero, ¿qué sucede cuando esas estructuras ya no nos sirven? El acto de desaprender, en este contexto, nos obliga a reconfigurar nuestra identidad, a despojarnos de hábitos y creencias que nos atan a un estado de estancamiento.
Para ello, el desaprendizaje requiere coraje.
Nos enfrentamos a un vacío, a una especie de "muerte" simbólica de las certezas que nos sostienen.
Heidegger llamaba a esta experiencia de apertura al mundo Gelassenheit, una especie de serenidad radical que nos invita a dejar ir aquello que ya no nos permite ver el horizonte.
Sin embargo, este proceso no está exento de tensiones. Vivimos inmersos en una cultura que valora la acumulación de saberes, donde la información se transfiere como un bien de consumo.
La tecnología, las redes sociales y la lógica del capital nos imponen una incesante demanda por estar actualizados, por estar "al tanto".
Desaprender, en este sentido, puede parecer un acto contracultural, incluso antieconómico. Pero es precisamente en esa resistencia donde radica su fuerza filosófica.
El arte de desaprender, pues, no es una mera renuncia al saber.
Es una praxis ontológica de deconstrucción y reconstrucción continua.
Se trata de abrazar la fluidez de la existencia, reconociendo que el verdadero conocimiento no reside en lo que acumulamos, sino en lo que somos capaces de dejar atrás para hacer espacio a lo nuevo.