Morir lentamente

Laguna /

En el frenético escenario de la modernidad, donde la rutina se erige como refugio y cárcel a la vez, resulta imprescindible reflexionar sobre las pequeñas muertes que consumen nuestra vitalidad. 

En cada acto no realizado, en cada pasión contenida, en cada palabra no dicha, encontramos la trampa de la monotonía: una muerte lenta que, al carecer de dramatismo, nos seduce con la promesa de seguridad.

La filosofía, desde los tiempos de Sócrates, ha instado a cuestionar las verdades cómodas y a vivir de manera auténtica. 

Es aquí donde el texto de “Morir lentamente” resuena como un eco de esta tradición. 

¿Qué significa, en términos filosóficos, vivir una vida sin pasión, sin riesgo? 

Es un retorno al “mito de la caverna” de Platón: una existencia en sombras, incapaz de percibir la luz que aguarda más allá de las cadenas de la costumbre.

Esta muerte cotidiana se produce cuando la razón, exaltada por la Ilustración, devora los impulsos irracionales que también forman parte de nuestra humanidad. 

Kierkegaard lo expresó con maestría: el temor y el temblor que acompañan al salto hacia lo desconocido son precisamente los que nos hacen sentir vivos. 

La certidumbre, por el contrario, puede ser el peor enemigo de la existencia plena.

Nos aferramos al "black and white”, a la comodidad de lo conocido, pero en ese acto negamos la riqueza del caos. 

Nietzsche, en su crítica al nihilismo pasivo, instó a abrazar el devenir, a celebrar el eterno retorno de lo impredecible. 

Porque vivir, en su esencia más profunda, no es simplemente respirar; es arder con paciencia, como sugiere el texto, para alcanzar una felicidad que no se conforma con migajas.

El texto es un llamado ético: no basta con evitar el sufrimiento; es necesario abrazar la incertidumbre como un acto de creación. 

Este gesto, que parece tan sencillo, es de hecho un desafío ontológico. 

Heidegger nos recuerda que el “ser-para-la-muerte” implica asumir la finitud de la vida con autenticidad, dejando de lado las estructuras que anestesian nuestra capacidad de asombro.

La invitación, entonces, es clara. Vivir implica desobedecer las órdenes silenciosas de la rutina.

Significa cambiar de camino, de ropa, de opinión; es buscar la música, la poesía, el conocimiento y el amor, aun sabiendo que cada uno de ellos lleva consigo el riesgo de la decepción. 

Porque solo quien arriesga verdaderamente vive. 

El resto, como dice el texto, muere lentamente.

La filosofía, en este sentido, es una guía y una advertencia: el esfuerzo de vivir supera con creces el mero hecho de existir. 

Tal vez sea momento de recordar que estamos llamados a algo más que a sobrevivir. 

Estamos llamados a arder.

  • Eduardo Emmanuel Ramosclamont Cázares
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