El concepto de karma ha sido tradicionalmente atado a sistemas de creencias que promueven una suerte de justicia cósmica.
Sin embargo, lejos de depender de una fuerza externa o divina que retribuye nuestras acciones con precisión matemática, podemos recontextualizar el karma como un mecanismo intrínseco a nuestra condición humana, un reflejo de nuestra interacción constante con el tejido ético y social que co-creamos con nuestras decisiones.
La raíz etimológica del término, derivada del sánscrito "karman," sugiere acción o acto.
Más allá de las connotaciones religiosas, esta noción se alinea con la idea de que todo acto es un eslabón dentro de una cadena causal que transforma, no solo el entorno, sino al propio agente.
En este sentido, el karma podría interpretarse como una forma de autopoiesis moral: nuestras acciones modelan, de forma ineludible, el tipo de ser que llegamos a ser.
Así, cada acto, sea ético o no, no solo tiene repercusiones externas, sino que se inscribe en nuestro carácter, en nuestra identidad y, en última instancia, en nuestra capacidad de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás.
Desde la perspectiva de la filosofía existencialista, especialmente en la obra de Jean-Paul Sartre, encontramos resonancias con esta lectura secular del karma.
Sartre argumenta que somos "condenados a ser libres," lo que implica que cada acción que realizamos es una afirmación de los valores que elegimos como guía. Si nuestras acciones contradicen nuestros principios éticos o dañan a otros, estas generan un conflicto interno que erosiona nuestra autenticidad y nuestra paz mental.
En este sentido, el "mal karma" no es un castigo externo, sino una disonancia interna que se manifiesta como culpa, angustia o alienación.
Además, el daño que infligimos a los demás puede generar dinámicas sociales que refuercen un ciclo de desconfianza, resentimiento o retaliación, enrareciendo los lazos que sostienen nuestra existencia compartida.
Aquí, el karma funciona como una suerte de retroalimentación negativa dentro del ecosistema humano, donde las acciones nocivas reverberan y regresan a nosotros en forma de relaciones fracturadas y comunidades disfuncionales.
Por el contrario, actos guiados por la virtud —que Aristóteles describiría como hábitos de excelencia moral— no solo contribuyen al bienestar de los demás, sino que también fortalecen nuestra capacidad de vivir en armonía con nosotros mismos.
El karma, entendido así, es menos una retribución y más una afirmación de que somos, en esencia, los arquitectos de nuestro propio devenir ético.
Así, el karma deja de ser un concepto místico para convertirse en una herramienta filosófica que nos invita a reflexionar sobre la reciprocidad de nuestras acciones.
En la medida en que nuestras decisiones construyen o destruyen, no solo el mundo que habitamos, sino también a nosotros mismos, cada acto se convierte en una oportunidad para alinearnos con una vida más plena y coherente.
Así, el karma, despojado de su misticismo, se revela como un espejo de nuestra propia humanidad: un recordatorio de que las acciones que sembramos son las raíces de quienes llegamos a ser.