El 8 de abril se cumplieron 28 años del suicidio de Kurt Cobain. Si bien toda efeméride sirve de pretexto para escribir sobre algún tema, ésta en concreto marca el momento en que han pasado más años de su muerte que los que duró su vida. Asimismo, la reciente muerte por sobredosis del baterista de los Foo Fighters provocó numerosas asociaciones casi obligadas, entre ellas el hecho de que alguien de 50 años cuyo organismo colapsa tras ingerir más de 10 sustancias distintas exhibe un innegable punto suicida. Pero hay de formas a formas de irse, y creo que la de Cobain se inscribe en lo que Dostoievski llamó “suicidio lógico”, entendido como llevar hasta sus últimas consecuencias un cierto tipo de razonamiento, aplicado a la propia existencia.
Si una cosa deja en claro su nota de despedida es que Cobain aborrecía haberse convertido en el cliché del rockstar: “Todas las advertencias de los cursos de Punk rock 101 a lo largo de los años (…) han demostrado ser ciertas”. Para luego explicar que no siente ninguna emoción ni ante los conciertos con los fans enardecidos, ni ante nada, y saber eso le produce una culpa inmensa, pues: “El hecho es que no puedo engañarlos. Simplemente, no es justo, ni para ustedes ni para mí”. Y posteriormente, lo devora la proyección de su figura sobre su hija: “No puedo soportar la idea de que Frances se convierta en la miserable y autodestructiva rockera de la muerte en el que me he convertido yo”.
Cobain era demasiado inteligente como para ser un cínico, como queda claro en “Serve the Servants”, cuando canta: “La angustia adolescente ha pagado bien”, en referencia a la industria millonaria en que se convirtió Nirvana a partir de canalizar musicalmente dicha angustia adolescente. Quizá por eso le dedica la carta suicida a Boddah, su amigo imaginario de la infancia, como un guiño del anhelo por regresar a ese mundo anterior a las exigencias del rockstar contra las que luchó de varias formas. Por ejemplo, fue de las primeras estrellas en repudiar el estereotipo del rockstar fálico (en una entrevista con Jon Savage afirma sobre Aerosmith y Led Zeppelin que “no me gustaba que cantaran sobre sus pitos y el sexo. Me resultaba aburrido”.) En “All Apologies” canta: “Todo el mundo es gay”, redoblando la apuesta es “Stay Away” con su “Dios es gay”, y en una entrevista para la revista Advocate (que se describía a sí misma como “The National Gay and Lesbian Newsmagazine”) declaró que él era “gay en espíritu”. (A manera de contexto, todo esto en una época en donde el cantante de Skid Row podía salir al escenario con una camiseta que rezaba: “El SIDA mata a los jotos”).
Igualmente, era muy honesto como para ser un hipócrita y conformarse con vivir intoxicado de su propio narcisismo. Cuesta imaginárselo, si hubiera continuado con vida, montado en la ola de ser una vieja gloria que recicla sus éxitos para exprimirles otro dólar más, pues probablemente sabía que por mera congruencia, no podría haber continuado haciendo música de los mismos vuelos: “No he sentido la emoción de escuchar o crear música, ni leer o escribir, hace ya varios años”. Así que optó por bajar el telón a sus 27 años. Congruente hasta el final, consiguió alejarse en el paso a la tumba de ser un predecible cliché más del rock n’ roll, dando más bien una prueba más, como lo hizo en vida, de poseer los matices y la complejidad que parecen ser el sino que define a las verdaderas leyendas.
Eduardo Rabasa