Hay existencias que parecerían más destinadas a dejar una leyenda que al hecho fundamental de existir. En ese sentido, se inscriben en un registro similar al de los mitos, historias arquetípicas que se narran una y otra vez, con ligeras variaciones que no minan su unidad fundamental. La vida de la artista y musa Nahui Olin es uno de dichos casos, pues su figura continúa inspirando obras cinematográficas, literarias, exposiciones. La novela Totalidad sexual del cosmos, por la que Juan Bonilla obtuvo en España el Premio Nacional de Narrativa en 2020, es una fascinante aportación literaria a dicho corpus mitológico. Narrada primordialmente en tercera persona, la obra consigue un improbable equilibrio donde como lectores miramos a la protagonista tanto desde fuera como si estuviéramos simultáneamente situados en el interior de una conciencia y una pulsión vital de un ardor de tal potencia como para irremediablemente situarla entre esas criaturas destinadas a la incomprensión absoluta, inclusive por muchos momentos para ellas mismas.
Bonilla narra con elegancia y ternura una vida que perfectamente podría pertenecer al registro de la ficción, la de la hija de un general porfiriano devenida artista y musa, por la que desfilan personajes como los pintores Manuel Rodríguez Lozano y por supuesto el Dr. Atl, plasmando con precisión una especie de deriva psíquica mediante la cual Nahui va desconectándose progresivamente de las preocupaciones de este mundo, o lo que ella llamara en el poema que da nombre a la novela, “los días heterónomos”: “Aunque todavía padece días heterónomos, en los que es imposible depender de sí misma, claro que sí, parece irremediable, es el castigo por no haber alcanzado aún la luz de la conciencia verdadera donde nos bastamos a nosotros mismos y el mundo no es más que el patio donde se recrea nuestra certidumbre”. O como lo expresa con melancolía lacerante Nahui en el poema citado extensamente en la novela: “Llegan sin avisar/Los días/Heterónomos/No nos bastamos/Necesitamos un certificado/Un pago/Un no sé qué/Nos exilia el espejo”.
¿Y cuáles son en cambio los días autónomos? Aquellos en los que Nahui Olin vuelca hacia el mundo su particular infinito, ya sea en la pintura, en las cartas que jamás consiguió que Atl le devolviera, en el amor, en el sexo, en los viajes de fusión con la energía cósmica: “El infinito no es algo que pueda extirparse como un tumor o un recuerdo o un anhelo. Ahora tiene la vaga certeza de que es, de hecho, lo único que no puede extirparse de los adentros de uno, porque uno e infinito es exactamente lo mismo, porque lo único infinito es el uno, y ese uno está ligado al milagro extraño de no ser”.
Acaso por eso la narración de su muerte aparece como de pasada, como si fuera una nota al pie, un tránsito apacible y necesario para el (re)nacimiento como mito que continúa ejerciendo una gran fascinación, como si apenas el paso del tiempo la extrajera del espacio de la incomprensión y el delirio, para que se aprecie una singularidad tan entrañable tanto en su vertiente real como en esta encarnación literaria creada por Juan Bonilla.
Eduardo Rabasa