Alguna vez leí que David Foster Wallace estaba suscrito a la revista Cosmopolitan, uno supone que en parte por gusto, y quizá otro tanto para empaparse de ciertas visiones contemporáneas que, para un novelista de su rango y alcance, no son más que oro puro. Igualmente, cuenta en alguna parte Mark Fisher que a Philip K. Dick le encantaba visitar Disneylandia. Menciono estos casos sobresalientes porque, personalmente, no comparto el desdén que en ocasiones se encuentra en círculos intelectuales hacia las manifestaciones de cultura masivamente pop. En primer lugar porque creo que a menudo se trata de esnobismo cultural, pero además porque creo la celebrity culture y sus derivados son fundamentales para tratar de comprender algunos de los rasgos esenciales de las sociedades contemporáneas.
La serie documental Harry & Meghan, que recién se estrenó en Netflix, es como una especie de microcosmos que encapsula varios de los rasgos más definitorios de la realidad actual, comenzando por el hecho de que sea una de las cartas fuertes de la plataforma, y que le haya pagado a la pareja ex real alrededor de 100 millones de dólares por los derechos. Elementos ambos que de entrada anulan la narrativa de rebeldes sin causa y víctimas ontológicas que es la premisa fundamental no sólo de la serie, sino de toda la industria que gira en torno a estos dos personajes.
Por motivos de espacio, ni siquiera vale la pena abordar lo ridícula que es la existencia en pleno siglo XXI de una monarquía hereditaria, pero el hecho de que siga causando tanta fascinación habla más bien de que el efecto aspiracional de la sangre azul sigue más vigente que nunca, cuestión que el caso de Meghan Markle y su impostada reticencia a formar parte de la familia real (“Oh, yo no sabía ni quién era Harry”) no viene sino a corroborar.
Y resaltan dos rasgos con los que estamos ya sumamente familiarizados: en primer lugar la victimización de los privilegiados, que es en el fondo el combustible político que azuza el ascenso del supremacismo blanco o de opciones políticas de ultraderecha. Se trata del resentimiento ante la pérdida de privilegios que se asumen naturales, y el hecho de que la pareja ex real haya creado un drama cósmico en torno a las habituales disputas palaciegas ventiladas en los tabloides, seguidas asiduamente por millones de personas, es un ejemplo inmejorable de cómo se pueden obviar las estructuras socioeconómicas reales en aras de una narrativa donde el propio sufrimiento sea la medida de todas las cosas. Si para ello hay que jugar todas las cartas de víctima posible, sin importar que sea insultante para las verdaderas víctimas de esas mismas cartas, adelante, siempre en aras de apuntalar la propia narrativa y, por supuesto, su posterior monetización.
Y es también un derroche de hipocresía, quizá mejor encapsulada en la toma en que aparece Meghan llorando mientras hace meditación (¿no es un acto íntimo, meditar?) con su gurú of choice. Pues hipocresía es aceptar como dado y merecido el privilegio que proviene literalmente de una situación de nacimiento, para después tirarse al drama cuando las mismas reglas bajo las que se aceptó jugar, de pronto ya no resultan tan agradables.
Harry & Meghan: una cátedra del más alto nivel de la podredumbre de los cimientos que estructuran buena parte de la narrativa de las sociedades contemporáneas.
Eduardo Rabasa