El viernes por la tarde, mientras escuchaba a la banda Blonde Redhead en el Corona, recibí una notificación de mi banco que me informaba que se acababa de realizar una cuantiosa compra en la plataforma en línea de una afamada tienda departamental. Me metí de inmediato a la aplicación de banca en línea para no reconocer el cargo, ya con la cuenta prácticamente en ceros a causa del mismo, y la propia aplicación me informó que no podía aún realizar la aclaración, pues el cargo se encontraba en proceso. Debía esperar a que pasara, para después reclamarlo como no reconocido. De inmediato intenté llamar a la línea telefónica y estuve más de una hora escuchando cómo todos los agentes estaban ocupados, mientras se me notificaba lo importante y valiosa que era mi llamada. Y no fue hasta dos días después que por fin logré comunicarme que me notificaron que como ya había iniciado la aclaración (que la aplicación me había comunicado no estaba en curso) debía esperar 10 días hábiles para obtener una respuesta. Tres días después, todo sigue igual, y no cabe más que esperar que pasadas las dos semanas el dictamen sea favorable.
Esto es algo por lo que muchísima gente pasa todos los días, y casi siempre las experiencias de reclamo ante el fraude recuerdan a lo que Mark Fisher escribió sobre el call center como la mejor representación del costado pesadillesco del actual sistema: resulta casi imposible lograr hablar con una persona, y cuando por fin se logra las respuestas son tan burocráticas y laberínticas como la propia llamada, como si hablaran en algoritmos y no con lenguaje cotidiano. Por lo general no es sólo que las corporaciones se salen con la suya con los atropellos, sino que el proceso de intentar reclamar parece directamente salido de El proceso o El castillo de Kafka.
Como por otro lado esto sucedió durante un festival de música, y tampoco había gran cosa qué hacer más que esperar que se resuelva positivamente, el fraude financiero y la impersonalidad burocrática de la institución bancaria resaltaron por contraste la que quizá sea una de las más importantes características de la música: su capacidad para transportarnos así sea por un par de horas a la realidad alterna que han creado los artistas. Así por ejemplo, el estruendo dark de Kim Gordon parecería el correlato sónico de los calabozos del sistema corporativo por los que tarde o temprano todos debemos atravesar.
O tomemos el caso del genial Beck, que parece estar cada vez más en la cúspide de su plenitud artística: su canción “Qué onda güero” es un hermoso homenaje a su percepción del discurrir de la vida entre comunidades mexicanas de Los Ángeles y fue cantada y compartida con miles de asistentes que abarrotaron el escenario principal del Corona. En algún momento la gente empezó a corearle precisamente “¡Güero! ¡Güero!”, a lo que respondió entrañablemente “I’m your güero”. En medio de las actuales guerras culturales, es muy posible imaginar un artículo (que seguramente en efecto existe) acusando a Beck de apropiación cultural y cuestiones del estilo, al atreverse a escribir (así lo haga como claro homenaje) sobre la vida de una comunidad ajena a la suya, desde el punto de vista hegemónico, etcétera etcétera. Pero claramente el público sobre el que en parte estaría escrita la canción no es así como la vive, y se canta y se celebra en éxtasis junto con él.
Y lo de Paul McCartney fue tan épico que cualquier cosa que se diga por necesidad no le hace justicia.
Ahora sólo falta encontrar la manera de vivir eternamente en un festival musical.