Existen algunas obras que adquieren un peso cultural que trasciende a su condición artística y pasan a formar parte del imaginario de una época, e incluso a menudo forman parte de su vocabulario o de su acervo visual. Es el caso de El cuento de la criada, de Margaret Atwood, cuyo atuendo de túnica roja con gorros de alas blancas que impiden a las mujeres que lo portan tanto ver como ser vistas, más allá de lo estrictamente necesario, aparece regularmente en marchas contra la prohibición o criminalización del aborto. (Es el mismo caso con la imagen del Big Brother de Orwell o con la droga llamada soma, ideada por Aldous Huxley, a la cual incluso los Strokes le dedicaron una canción con ese mismo nombre).
En El cuento de la criada se narra el ascenso de una teocracia patriarcal de nombre Gilead que ha reducido a las pocas mujeres fértiles a una esclavitud orientada a que sean meros entes reproductivos. Los intentos de procreación ocurren bajo una perversa ceremonia donde copulan con los Comandantes en presencia de las esposas de estos, quienes toman a las criadas de las manos en supuesta solidaridad, aunque en realidad aprovechan para clavarles las uñas en la muñeca. De ahí que la protagonista, a quien conocemos como Offred (“of Fred”, o, “de Fred”, propiedad del Comandante de ese nombre), reflexione: “El Comandante está fornicando. Con lo que fornica es con la parte inferior de mi cuerpo”.
Pues un elemento muy interesante de cómo está construido El cuento de la criada es que, a diferencia de otras grandes distopías, aquí la narradora vive el paso de un tipo de sociedad a otra, por lo que tiene vivo el recuerdo de su vida anterior, con su esposo e hija, de ir a la universidad con su amiga Moira, etcétera. El pasado no es así un lejano recuerdo sino memoria viva, lo que le da a la historia un toque de mayor realismo y menos de advertencia de lo que podría pasar en un futuro terrible. Y para muestra basta simplemente la interminable batalla ideológica, cultural, política y legislativa sobre el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo, que parecería oscilar perpetuamente entre avances y retrocesos, como recordatorio del carácter cambiante de la realidad, que registra Atwood con gran acierto con el advenimiento de la república de Gilead.
E igualmente los detalles y sutilezas de la narración le otorgan no sólo realismo sino profundidad psicológica, emocional y de todo tipo, con lo cual nuevamente no es El cuento de la criada una mera advertencia contra un futuro totalitario, sino un testimonio literario de cómo se vive de primera mano dicha opresión. Así, cuando el Comandante arregla un encuentro clandestino con Offred, sin que esté presente su esposa, en lugar de que se produzca como podríamos imaginar para tener sexo ilícito o llevado a cabo simplemente por placer, lo que le propone es algo tan inocente como que acepte jugar Scrabble con él a escondidas, así como besarlo (está prohibido) “como si en verdad lo deseara”. Y Offred se da cuenta de que, con gran condescendencia, el Comandante la deja ganar, con lo cual como lectores entendemos cuán poco margen existe para la obtención de estas ínfimas satisfacciones, cuestión que vuelve más sofocante el peso de los dispositivos opresivos de mayor envergadura de la sociedad de Gilead.
Pues como sucede con las mejores obras literarias es gracias a los detalles, matices y sutilezas que las y los lectores nos situamos en esa realidad alterna, tan viva por momentos como cualquier otra realidad.