Nuestro propio mundo feliz

Ciudad de México /

Ahora que estuve releyendo y tomando apuntes sobre Un mundo feliz, de Aldous Huxley (publicada en 1931), para un taller de novela distópica que estoy impartiendo, volvió a asombrarme el carácter ya sea predictivo o atemporal de los mecanismos de la sociedad ahí detallada. La historia se desarrolla en Londres en el año 632 d.F., o después de Ford, o aproximadamente seis siglos después de nuestro tiempo. En la primera escena en la que Huxley sienta las bases para el desarrollo de la novela, la acción se sitúa en el Centro de Incubación y Condicionamiento de Londres Central, donde se producen embriones humanos según un sofisticado método de selección y predisposición, que producirá tantos individuos de las castas Alfa, Beta, Gama, Delta y Epsilón como sean necesarios. 

Pero de manera adicional a los métodos de producción de los embriones, ahí mismo se produce un condicionamiento ideológico mediante un método llamado “hipnopedia”, mediante el cual le repiten a los infantes por altavoces los principios que quieren sean interiorizados, como los que una de las enfermeras denomina “conciencia de clase elemental”: “…¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para poder leer o escribir. Además, visten de negro, que es un color repugnante. Me alegro mucho de ser un Beta (…) Los niños Alfa visten de color gris. Trabajan mucho más duramente que nosotros porque son terriblemente inteligentes. De verdad me alegro muchísimo de ser Beta porque no trabajo tanto”.

En la charla con las y los asistentes al taller, donde todos provenimos de países latinoamericanos, hubo una especie de consenso en que se trata de frases que perfectamente se podrían repetir en las sociedades contemporáneas de nuestros países, donde cualquier vistazo a la realidad circundante, a las redes sociales, o incluso a representaciones de lo que se entiende como lo popular en medios de comunicación masivos, muestra de continuo elementos de profundo racismo y clasismo estructurales. Mismos que más o menos se presentan de manera bastante similar dentro de los mismos estratos, que repiten y repiten frases huecas que parecerían haber sido inculcadas de manera bastante similar a los métodos huxleyianos.

¿Pero dónde se encuentran los altavoces que repiten estas ideas a ciudadanas y ciudadanos de sociedades teóricamente libres y democráticas? (Recordemos como chiste que se cuenta sólo que hace unos pocos años el presidente de la máxima autoridad electoral se mofaba de una reunión de trabajo imitando a un interlocutor indígena que según sus palabras le decía: “Yo jefe gran nación chichimeca, vengo Guanajuato. Yo decir a ti, o diputados para nosotros o yo no permitir tus elecciones”). Ello porque en Un mundo feliz hay un Estado totalitario que diseña con sofisticada ingeniería a las sociedades y a sus habitantes para producir estos autómatas que repiten y repiten como mantras la correspondiente ideología. ¿Pero cómo se transmite en la actualidad este pensamiento homogéneo, que a menudo se expresa como si fuera un orden natural de cosas?

Pues la genialidad de obras como las de Huxley consiste en identificar ciertos arquetipos mentales y de conducta y mediante su exacerbación en sociedades futuristas y extremas, arrojar luz sobre nuestros propios mecanismos arquetípicos. Y de ahí que a casi 100 años de haber aparecido, Un mundo feliz se lee como se dirigiera precisamente a nuestra época y algunos de sus rasgos más extremos y contradictorios. 


  • Eduardo Rabasa
  • osmodiarlampio@gmail.com
  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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