Todos somos 'influencers'

Ciudad de México /

Decir que la actual es una época poco pudorosa sería quedarse inmensamente corto. Pero no me refiero al pudor en un sentido de inhibición o represión sexual, en dirección de lo conservador o de la moral victoriana, sino a que uno de los rasgos más fundamentales de los tiempos es la exigencia a exhibir el yo de manera incesante, prácticamente las 24 horas, como si no quedara ya ningún residuo a guardarse para uno mismo, sino más bien una especie de mandato para desplegar en la virtualidad pública cada momento o rasgo de la existencia personal (“Aquí, desayunando unos huevitos muy ricos, preparándonos para echarle muchas ganas al día”, etcétera).

Sin embargo, esta expresión vital desinhibida, de la cual los influencers se han convertido en el principal emblema (que a su vez genera a diario millones de emuladores que ansían devenir influencers), se produce principalmente en lo virtual, donde las redes sociales que así están orientadas funcionan como pequeños altares para rendir(se) culto a través de la liturgia del like y el autoelogio, que a su vez se propone engendrar más elogios. Así, de la misma manera en que cuando los comediantes no se encuentran trabajando suelen ser personas serias e introvertidas, es común que quienes se crecen ante la cámara del iPhone en persona se presenten con menor exuberancia.

Al respecto, el libro del filósofo Max Scheler, Sobre el pudor y el sentimiento de vergüenza (1913), ofrece algunas claves para entender este fenómeno de relativa reciente aparición. Según Scheler, la vergüenza es algo propio del ser humano, y se presenta básicamente como discordancia “entre el sentido y la pretensión de su persona espiritual y de su necesidad corporal” o, dicho de otro modo, entre la realidad espiritual y la realidad material, aterrizada en el cuerpo. De ahí que por ejemplo un artista o un amante absortos y olvidados de sí, experimenten a menudo vergüenza cuando contemplan “desde fuera” aquellos actos realizados durante el rapto estético o amoroso, como una “vuelta a sí mismo” que por lo general ocasiona el sentimiento de pudor.

Con lo cual no es casualidad que la exuberancia narcisista de la época ocurra principalmente a través de lo virtual, espacio por definición carente de cuerpo (incluso las imágenes son a menudo producidas y manipuladas para proyectar una imagen idealizada de nuestra propia corporalidad), donde se puede proyectar libremente (y sin pudor alguno) una versión de la propia vida que para muchos efectos prácticos suplanta a aquella que se pudiera entender como real. De modo que las fotos de la vacación suplantan a la vacación (de ahí la existencia de un neologismo como instagramability), y el presumir las proezas políticas, intelectuales, deportivas, etílicas, sexuales suplanta a la realidad o veracidad de dichas proezas, eliminándose la fricción que a decir de Scheler da lugar al sentimiento de pudor o la vergüenza: “El conflicto entre, por un lado, la pretensión esencial y el sentido propio de aquellos actos (…) y, por otro lado, su modo de existencia concreto y real”.

Pues explica igualmente Scheler que el pudor es también un residuo de la conciencia de que existe algo que trasciende al ser humano (es lo primero que experimentan Adán y Eva tras haber infringido la norma del paraíso al comer la manzana), que “se avergüenza de sí mismo y ‘ante’ el Dios que hay en él”. Pero si el Dios es uno mismo y la propia vida se concibe como una gesta épica, serán las redes el libro sagrado para desplegarla, obteniendo en tiempo real la comunión (o los insultos) correspondientes al compartir tanta y tan única singularidad.


  • Eduardo Rabasa
  • osmodiarlampio@gmail.com
  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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