Esta semana, mientras la prensa nacional sigue con extrema atención las acciones del próximo presidente —los periódicos presentan notas como “Llega AMLO a su casa de campaña” para después sustituirlas por “Abandona AMLO su casa de campaña”—, otro periodista, uno más, fue asesinado.
Se trata de Rubén Pat, director del semanario en línea Playa News en Playa del Carmen. Dejemos de lado por un momento que Pat no es el primer periodista que matan en Quintana Roo: ni siquiera es el primer periodista que matan de su medio. Hace menos de un mes, José Guadalupe Chan perdió la vida en circunstancias similares.
Depende de a quién le creamos y qué metodología usemos, porque nadie se pone de acuerdo —empezando por las autoridades—, para saber con exactitud cuántos periodistas han muerto —la mayoría impunemente— desde que inició este siglo. Sea cual sea el número exacto —alrededor de 100 en 18 años—, con que sea solo uno ya estamos hablando de demasiados.
A pesar de tan graves cifras, ya normalizamos la situación. En medios, si acaso una pequeña nota en interiores en la versión impresa. En internet unos tuits y una escasa biografía del periodista muerto. De las autoridades lo mismo: unas escuetas palabras sobre cómo las líneas de investigación están abiertas y se busca a los responsables. Nada más. Eso en el mejor de los casos.
Porque nos gusta decir en México que quien murió se lo buscó. Que seguro andaba en malos pasos. Porque como decía un ex presidente, “se matan entre ellos”. Quizás sea por eso que las vidas de los periodistas nos parezcan tan sacrificables: la violencia que surgió en estas últimas décadas nos es tan incomprensible que todo lo que consume nos es igual. Si llega a nosotros algo hicimos.
Mientras tanto, los responsables de informar lo que sucede en este país —que es mucho más que una silla presidencial— mueren día con día. Sí, hay luna de miel con el nuevo gobierno. Pero el país que hereda sigue ahí. Y eso incluye a centenares de periodistas asesinados.
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