Premia, que algo queda

Ciudad de México /

Como de costumbre a principios de octubre hubo el revuelo periodístico por el anuncio de los Premios Nobel. La información que no hay el resto del año sobre investigación científica se sustituye por unos cuantos titulares ruidosos durante una semana, y notas confusas sobre descubrimientos que no se entienden del todo. Y podemos celebrar el resultado feliz de investigaciones de las que no teníamos ni idea, y cuya utilidad y novedad nos resultan indescifrables. En realidad, la noticia es el premio, el hecho de que se entregue, porque nos confirma en la tranquilizada idea de que la ciencia avanza sin que nosotros tengamos que hacer nada —ni siquiera pensar en ello.

Los premios además dan pábulo a la imagen del genio, que para nuestra fantasía es un poco como el burro que tocó la flauta. Por eso no le preocupa a nadie, en nuestras élites quiero decir, nuestra clase política, nuestro empresariado, no le preocupa a nadie que se reduzca el presupuesto para investigación, que desaparezcan los fideicomisos, que todo quede en política: ¡qué más da! Siempre se puede improvisar, plagiar disimuladamente e inventar a toda prisa lo que ya está inventado para poder presumir de ciencia nacional y nacionalista, comprometida, popular y originaria. En realidad, de la investigación científica lo único que interesa es que pueda servir de bandera.

Sin duda, el premio que inspira más comentarios es el de literatura porque cualquiera se siente autorizado para opinar, y no parece absurdo que se discuta si debe ser para un africano o francés o una mujer. Se ha convertido a la Academia Sueca en una especie de conciencia moral de la humanidad, y la literatura viene a quedar en un juego infantil de las familias: el abuelo árabe, la madre china, la hija africana… Por eso se quejaba la prensa de que los últimos diez años se hubiese premiado a “occidentales”.

Seamos serios. La decisión la toman diez profesores de literatura suecos, que desconocen la mayoría de las lenguas del planeta, y la mayoría de las tradiciones literarias, como es lógico. Y por eso dependen de un elaborado sistema de intermediación. Es costumbre, cuando se trata de devaluar el premio, decir que no lo recibió Borges; bien: tampoco Nabokov ni otros muchos. Pero sí lo recibieron Faulkner, Beckett, Saint-John Perse, Kawabata e Isaac Bashevis Singer. En la lista hay algunos bastante mediocres, pero la mayoría son buenos escritores —aunque es absurdo decir que “merecían” el Nobel, porque ésa es una categoría que no existe.

Pienso en los veinte nombres que circularon este año: Joan Didion, Peter Nadas, Ngugi wa Thiong’o, Annie Ernaux… Algunos me parecen claramente mejores que otros, creo que es un abuso poner en la misma lista a Chimamanda Ngozi Adichie y a Anne Carson, pero eso es lo de menos. Nuestra prensa “preveía un Nobel justo e incluyente”, y festejó que se otorgara al “poscolonial” Abdulrazak Gurnah —del que no tenía nada que decir. La Academia le dio la razón a las buenas conciencias, y explicó que premiaba en la obra de Gurnah la “compasiva penetración de los efectos del colonialismo y el destino de refugiados en el abismo entre culturas y continentes”.

El premio era de literatura, pero da lo mismo, importa el espectáculo.

Fernando Escalante Gonzalbo

  • Fernando Escalante Gonzalbo
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