Mató a un sujeto en defensa propia, pero nunca creyeron su versión, pues los familiares del difunto se jactaban de tener influencias en los ámbitos policiaco, el penal y en el de la impartición de justicia.
Por lo tanto pasó más de 20 años entre muros, sin que le valiera mucho su buena conducta, por más esfuerzos que hacía.
Hizo méritos y pasó días camellando, como fue trabajar y compartir sus conocimientos, siempre con la esperanza de que se lo tomaran en cuenta en la reducción de su condena, pero fue imposible.
El origen de su encierro fue producto de un pleito que hubo en su casa, durante una fiesta, pero del que prefiere no aportar más detalles.
—¿Por qué?
—Déjalo así— pide.
En cambio el hombre, que entró muy joven a la cárcel, se dedicó a ejercitarse en barras rústicas, para mantener un cuerpo musculoso, sin exagerar en carnes, sino cultivar una musculatura templada.
Otra actividad que desarrolló en reclusión fue la de garabatear, dibujar, ya que se la pasaba mucho tiempo observando.
Tenía una libretita en la que rayaba con lápiz de carbón rústico. También lo hacía en pedazos de cartón. De cualquier papel que encontrara.
Con el paso del tiempo logró ingresar a un taller de artes plásticas en el que aprendió algunas técnicas.
Entonces tuvo noción de los trazos en perspectiva y la mezcla de colores, a veces plasmados sobre madera; lo que no significaba que durante sus inicios, a fuerza tesón, no tuviera esbozos que valieran la pena.
Sobre todo esos dibujos donde bosquejaba cosas que oteaba a su alrededor. Eran trazos en apariencia burdos que reflejaban hasta donde su mirada alcanzaba a percibir. Cosas.
Lo curioso de esta historia, sin embargo, no es la situación jurídica, pues de eso hay infinidad de ejemplos; tampoco otros aspectos ya contados, es decir, de lo que ocurre allá adentro, sino de un pasaje de lo que el hombre fue testigo y actor: intercambio epistolar con mujeres desconocidas.
Un personaje toral es una celestina.
Ella hacía los favores.
Ella era la intermediaria.
La portadora de ilusiones.
Ella transmitía sentimientos a través de la escritura, una forma hasta ahora inédita de comunicarse en esas circunstancias; al menos que saliera a la luz como noticia. Aunque era un secreto a voces entre internos.
Pero la Celestina, que también hacía el servicio a otros presos, no revelaba los nombres originales. Esto era lógico.
La Celestina, digámosle así de una vez por todas, traía una libretita en la que anotaba los alias y mensajes de los protagonistas. Ella tenía todo bajo control. Aparentemente. O eso decía.
La soledad es la principal cómplice, o el motivo, en este caso, pues acrecienta la imaginación de una o dos personas, ya que describe su sentir en los mensajes y confiesan intimidades, aspiraciones y tantas cosas.
Y todo este episodio sucedió después de que el hombre fue transportado a otra prisión, pues sucede que, de pronto, sin decir agua va, a menos de que seas un prisionero distinguido, los internos son trasladados a otro penal, sin darles mucho tiempo de empacar sus cosas, de modo que a la mera hora juntan lo que tienen a la mano y aprisa, etcétera, y órale, para arriba.
Pero eso es otro cuento.
El caso es que el personaje de esta historia fue trasladado a una prisión que tenía como vecina una cárcel de mujeres.
Allí inició la historia de amor.
Un día de visitas se presentó con una mujer quien le dijo que él coincidía con la descripción de una presidiaria que deseaba mantener una relación a través de manuscritos, al mismo tiempo que hacía un retrato hablado de la susodicha. El hombre aceptó.
Y comenzó el carteo.
Era una correspondencia, primero melosa y después erótica, que se fue alargando. La Celestina llegaba cada equis día y él recibía el escrito que contestaba. La mensajera iba y venía.
Después de un tiempo se le acercó un compañero de prisión, al que ni siquiera había visto, y le dijo que no se metiera con su novia.
Quien lo encaró le comentó que había leído una carta de un desconocido que enviaba a su amada, y que, luego de investigar, resultó que era el dibujante, quien a su vez quedó patidifuso, sin saber qué decir.
Y dejó de recibir correspondencia.
La Celestina —a la que el personaje de este relato nunca reveló si le pagaban una lana o era una filántropa— le dijo que la receptora de las cartas ya había cumplido su condena y había salido libre.
La Celestina continuó entrando y saliendo al reclusorio, quizás cumpliendo con el mismo cometido.
Un día de visitas, el hombre se acercó a ella, La Celestina, y le dijo que estaba a punto de recobrar la libertad y que al salir tenía toda la intención de conocer a su exnovia, aquella mujer que por medio de cartas le decía cosas melosas, incluso eróticas; pero la respuesta fue algo que nunca imaginó.
—No, amigo, no creo que se pueda.
—¿Por qué?
—Porque se convirtió en lesbiana.
El hombre termina de relatar la historia y sonríe. Es una de tantas anécdotas que tiene en la mente, pero que no le interesa seguir contando, porque desde hace tres años es otra su vida, por lo que prefiere borrar todo eso de su mente y preferir contar historias en la piel de otras personas.