El joyero más antiguo

Ciudad de México /

Sobre la calle Francisco I. Madero, Centro Histórico de Ciudad de México, el bullicio es producido por bisbiseos de enamorados, paseantes de andar lento, cuchicheos de turistas, alaridos de vendedores, súplicas de menesterosos, murmurar de rateros, individuos que merodean en espera de quién sabe qué, empleados con prisas, fisgones que acechan, gente que saborea un helado, parejas de ciegos que irrumpen en busca de alguna moneda, sablistas por aquí y por allá, voces estridentes que avivan y animan desde bocinas colgadas en balcones o sujetos que torean a viandantes para decirles en voz baja que hay tragos por aquí, a tiro de piedra, o un poquito más allá.

—Amigo, por acá...

—Amiga, amiga...

En los inmuebles que forman esta calle, hay comercios establecidos de ropa, heladerías, restaurantes, cafeterías, librerías, panaderías y, entre otros, joyería, cuyos aparadores resplandecen.

Aquí está el Edificio Kessel que, a simple vista, semeja un inmueble como cualquier, pero la mayoría de sus ocupantes elaboran joyas o maquilan.

Y entre ellos destaca un taller que solo se dedica al fundido y laminado de metales preciosos.

Está en el despacho 702, último piso, donde labora la familia Robles, cuyo patriarca nació hace 86 años, de los cuales tiene 57 de trabajar en este lugar, al que llegó después de ser empleado de joyerías.

El maestro Ciro Robles Hernández es el más maquilador más antiguo de esta comunidad. Muchos recurren a él para que les maquile, pues la mayoría no tiene maquinaria especializada para calibrar y hacer hilos de plata.

Robles Hernández es oriundo del Istmo de Tehuantepec, una región donde siempre ha circulado el oro en diferentes formas.

Había muchos talleres de joyería, recuerda este hombre, quien sin dejar de fundir plata con soplete, describe que en aquella zona elaboraban “mucho metal, bastante oro, especialmente monedas, empezando por la de dos, de cinco, de diez pesos, centenarios y onzas americanas”.

Las monedas llegaban de todo el país. “Eran para hacer collares —rememora—, porque a las mujeres les gustaba traer monedas en collares que les llegaban hasta el ombligo. Estamos hablando de los años cuarenta”.

Robles Hernández llegó a los 22 años al entonces Distrito Federal y trabajó en diferentes lugares como operario de joyería; hasta conseguir hacerse de un espacio en este edificio, donde puso un taller; en los años ochenta contrató a 10 empleados, pero la pandemia lo orilló a despedirlos y nada más quedó con sus dos hijos.

La delincuencia es otra de las causas por las que el consumidor dejó de usar tanta prenda de oro, reconoce este hombre, aunque no lo dice directamente; más bien lo insinúa de manera tímida.

—Maestro, ¿le gustan las joyas a los mexicanos?

—Pues sí, bueno, le voy a decir una cosa: sí, siempre ha gustado el oro, pero ya ve, como todo, después de la pandemia empezó una ola de personas que…se aprovechaba de lo ajeno. Por eso, precisamente, los mexicanos ya mandan a hacer muy poquitas piezas en oro.

—¿Y qué es lo que más le traen aquí?

—Plata. Hay muy pocos joyeros, pero todavía vienen y trabajan la plata y luego de repente me traen en oro.

—¿Y clientela?

—Sí, cómo no, ha venido hasta de China, de Brasil…

La mayor parte de la clientela del taller está formada por personas dedicadas al diseño de alhajas.

Durante un espacio de dos horas han llegado empleados de joyeros y gente que trae piezas de las que el maestro o sus hijos obtienen finos hilos luego de pasarlos por rodillos o prensas, para después calibrarlos, siempre a la vista del cliente, hasta que este quede satisfecho.

Es el caso es Ana Merino, quien hace un año salió de la escuela de artesanías y puso un pequeño taller en su casa, pero por ahora no tiene la posibilidad de comprar un soplete y una laminadora.

La fama de buen maquilador ha crecido porque es recomendado por otros joyeros o alumnos egresados de la escuela de artesanías. “Nos pasamos el dato”, como dice Ana.

Ezequiel Partida Alvarado, otro cliente, trabaja con su papá en un taller del mismo edificio. Le trajo plata con aleación para hacer una placa que se usará en un collar de diseño.

Luis Cuéllar, de 67 años, es otro cliente que empezó como joyero desde hace poco más de cuatro décadas. Él tiene una historia muy peculiar.

—¿Le gustaba?

—No, porque no trabajaba ni estudiaba, pero mi mamá me mandó con uno de sus cuñados, que era montador: el que monta las piedritas a los anillos. Ahí fue donde yo empecé, pero no me gustaba porque me la pasaba encerrado. Nada más éramos tres.

—¿Y entonces?

—Pues a través del tiempo me fui envolviendo con diferentes maestros, que hace 45 años eran muy envidiosos; sí, la verdad: sobran muchos dedos de los que me enseñaron.

—¿Y qué pasó?

—Pues me fui metiendo más y más, siempre aquí en el centro, y lo me ayudó es que anduve de taller en taller; anduve como 15 o 20 años de chalán, de aprendiz. Siempre quise salirme de las joyerías, pero ya con el tiempo no me quedó de otra. Y ahorita tengo alrededor de 15 años que me gusta mucho mi oficio. Es muy noble. Tengo 25 años que ya soy independiente. Soy montador de piedras.

—¿Y en dónde está su negocio?

—En Isabel la Católica y Mesones. Es un local pequeño. Yo hago algo fuera de lo común. Hago filigrana. Eso no lo hace cualquiera.

En las paredes del taller hay una serie de fotografías. Son imágenes de peregrinaciones en las que han participado desde hace varios años cada primero de diciembre, que es Día del joyero, dice, mientras apunta con el índice las fotos en blanco y negro

Ellos son parte de un oficio que tuvo su auge en los años 80 y que hasta ahora se resiste a morir. Padres e hijos, mientras tanto, esperan que el oficio continúe, porque de eso viven y en cada pieza ponen todo su esmero, pues siempre lo hacen con gusto y exactitud de principio a fin.


  • Humberto Ríos Navarrete
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