Están las madres solteras y las que tienen hijos. Está la mayor de la prole, sobre cuyos hombros sostiene toda la responsabilidad. Las mujeres no pierden el tiempo, ellas madrugan para hacer quehaceres en casa o fuera. Está la policía, la química-bióloga, la que vende diarios y revistas, la oficinista, la cocinera. Están las barrenderas que llevan el ritmo con sus escobas sobre banquetas y arroyos de extensas vialidades.
Y está la que salta de su casa a la calle y, embutida en un uniforme, debe soportar un salivazo en la visera que pende de su casco y le cubre el rostro mientras permanece impávida, en caso de un disturbio, sin poder hacer nada, pues soportar es parte de su capacitación; resistir improperios, incluso pedradas o maldiciones. Está para aguantar.
—¿Qué siente?
—Pues feo.
—¿No le dan ganas de responder?
—No debemos hacerlo.
Y sonríe.
Y añade:
—Por eso estamos entrenadas.
Son las mujeres.
Maquilladas o sudorosas.
En estos tiempos del virus escalador, cuando la mayoría de los habitantes está en cuarentena, ellas cumplen una labor esencial.
Son las médicas, las enfermeras, especialistas, científicas, investigadoras, afanadoras, amas de casa a la vez.
Y no solo es cumplir.
Es personal femenino con vocación de servicio. Son la vanguardia en esta época de emergencia nacional.
Pero la mayoría carece de autos propios y entonces deben abordar y transbordar diversos tipos de transportes.
De todas partes de la ciudad y la zona conurbada se desplazan millones a cumplir sus labores.
Y ahí vienen, entre temores, acicalándose para llegar a la hora exacta y relevar a su compañera o compañero.
Un ejemplo es Patricia —llamémosle así—, quien cada mañana sale de su casa en Valle de Chalco, Estado de México; aborda una combi hacia la línea 12 del Metro, baja en la estación Zapata, transborda hacia Indios Verdes y desciende en una colonia céntrica de la alcaldía Cuauhtémoc.
En su recorrido hace casi tres horas, una rutina normal para ella; lo que le causa temor, sin embargo, es que, como tiene asma, es más propensa a contraer el covid-19. Hace poco sintió que se sofocaba.
Su ansiedad comienza en la combi, ya que muchos pasajeros no traen cubreboca; luego, en el Metro, donde es obligatorio traerlo, pero ya adentro se lo quitan, por lo que policías del subterráneo les piden cumplir con la medida sanitaria. Pero hay otros que más preocupan.
—Los vendedores ambulantes —dice Patricia—, porque ellos andan de vagón en vagón ofreciendo su mercancía sin cubreboca.
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“Las normas patriarcales de género colocan la carga del trabajo de cuidado directamente sobre los hombros de las mujeres y las niñas, exponiéndolas a un riesgo adicional tanto en la esfera profesional como en la doméstica”, destaca un boletín de la ONU, basado en un informe de la agencia humanitaria CARE y Naciones Unidas, que el organismo titula: “El coronavirus no discrimina a las mujeres, las normas patriarcales de género sí”.
Además, precisa el texto en su página de internet, el sector sanitario es mayoritariamente femenino en América Latina y el Caribe, pues representan 74 por ciento de la fuerza de trabajo, lo que significa que corren el mayor riesgo de contraer el virus de la pandemia.
Y contrasta:
“Aunque las mujeres constituyen más que la mayoría de este sector, ocupan pocos puestos de liderazgo y de toma de decisiones, y los hombres ocupan 75 por ciento de todos los puestos de liderazgo en el sector de la salud”.
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Patricia vive en San Juan Tezompa, municipio de Chalco, Estado de México, y trabaja como guardia en un condominio.
Durante su travesía ha observado raros procederes de personas en esta llamada nueva realidad.
—Para entrar al Metro forzosamente debes traer cubreboca —dice Patricia—; pero adentro, en los pasillos y el vagón, muchos se lo quitan. Ahorita ya está subiendo personal de seguridad y les piden ponérselos; en los micros, de plano, hay gente que no trae.
—¿Qué siente en estos casos?
—Pues temor, preocupación, miedo, porque llegas a casa y no sabes qué traes en la ropa; por eso procuro amarrarme el cabello y cuando llego me cambio y me doy un baño rápido. Más que nada por mi hija de tres años.
—¿Con quién deja a su hija?
—Con mi mamá, pero normalmente nos turnamos mi marido y yo; ahorita, como nos cambiaron el horario de 12 por 24, descansamos dos días seguidos; eso me favoreció mucho porque estoy más tiempo con mi hija.
—¿Qué más ha visto?
—Los vendedores ambulantes, los que ofrecen audífonos, por ejemplo, no traen cubreboca; ellos andan de vagón en vagón. No sabes en qué momento puedan traer el virus.
—¿En dónde los ha visto?
—De Zapara a Balderas. En ese trayecto. Porque en la línea dorada, de plano, ahí no los dejan subir.
—¿Cuánto tiempo hace por tramo?
—De mi casa, mínimo 50 minutos, si el micro se va rápido a la estación Tláhuac; si no, hasta una hora. De ahí a Zapata, entre 40 y 45 minutos; de Zapata a Balderas 20 minutos.
—¿Y si se acerca uno sin cubreboca?
—Procuro alejarme de ellos.
—¿Y hay quien se molesta?
—De hecho he visto a usuarios que les dicen a otros: “Oyes, colócate el cubrebocas”. Es más, he visto a gente estornudar o toser en el micro. Y ponen cualquier pretexto de que tienen alergia o que se les atoró algo.
—¿Y qué es peor: cuando sale de su casa o cuando regresa?
—Cuando salgo de mi casa al trabajo porque el micro lleva más gente a la estación Tláhuac. En cambio, cuando salgo del trabajo es más tranquilo, porque son las 10 de la mañana y llego entre 12:30 y una de la tarde.
—¿Y qué hace cuando regresa a casa?
—Lo primero que quiere mi hija es abrazarme, pero yo le digo: “No, mi vida, permíteme” y agarro y me quito mi ropa, me echo un baño súper rápido, salgo y ahora sí la abrazo y todo lo que ella quiera.
Es la “nueva normalidad” de Patricia, igual que la de otros millones de habitantes en la zona metropolitana del Valle de México, pero con diferentes itinerarios y espacios.