Poeta, ensayista, editor, crítico, novelista, profesor. Es Sandro Cohen. De él escribe el poeta y ensayista Armando González Torres: “Ha sido un empeñoso animador de la vida cultural, un promotor editorial de nuevas voces y proyectos y, para muchos escritores de las generaciones recientes, un mentor tan recio como generoso”.
Es, además, corredor de fondo y ciclista. Este último deporte lo practica en rodillo y en la calle. Muchas veces sube la bici al rodillo y pedalea largo y tendido. En la calle es difícil lograrlo por tantos semáforos, autos, peatones y topes, refiere el ensayista, de origen estadunidense, quien llegó a México en 1973, cuando tenía 19 años.
Cada vez que pedalea tiene sus recorridos muy estudiados; incluso, bromea, “me llevo de piquete de ombligo con baches y grietas”. Es más, hasta nombres les ha puesto. “A veces, sin embargo, salgo de la rutina y exploro nuevas avenidas. He recorrido la ciudad, literalmente, centenares de veces”.
Y ahora el tráfico es mucho menos. Esto es bueno y malo. “Lo bueno es obvio, pero lo malo consiste en que muchos automovilistas creen que pueden excederse de velocidad y esto es muy peligroso”.
En su pedalear actual ha visto de todo. Personas que salen con tapabocas y guardan distancia; pero otras, la mayoría jóvenes, salen a echar relajo, como si nada, sin protección.
Y parece respirar hondo cuando Sandro Cohen agrega en su texto: “Qué desolador ver casi todas las tiendas cerradas, y algunos restaurantes abiertos, pero solo para llevar”.
—¿Qué extrañas?
—Poder salir a rodar y luego desayunar en cualquiera de mis fondas o restaurantes favoritos; llegar, desarmarme, sentarme a tomar un café, comer un plato de fruta, unos buenos chilaquiles o huevos a la mexicana acompañados a veces con arrachera. La conversación con la gente de ahí.
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En sus propias palabras:
Quería estudiar en España. Ya me habían aceptado en la Complutense. Estaba fascinado con García Lorca. Estamos hablando de 1972.
Cuando le comuniqué mis planes a Luis Mario Schneider, quien era mi maestro de Conversación y Panorama de la Literatura Latinoamericana en mi segundo año de la licenciatura en Letras Hispánicas, me espetó: “¿Por qué no nos acompañas a México con el grupo que estoy organizando en un programa de Junior Year Abroad?”.
Al otro día me entregó una solicitud, la llené, y al tercer día me habían aceptado. Fui el primer alumno de Rutgers inscrito en el programa para pasar el tercer año de la universidad en México, en la Facultad de Filosofía y Letras, en la Escuela para Extranjeros.
Ese año lectivo, 1973-1974, viví en la colonia Del Valle; me transportaba en autobús o tranvía; aprendí español caminando por calles casi infinitas. Leía todo: letreros, espectaculares, los mensajes en las defensas de los camiones materialistas. Escuchaba lo que decía la gente. Me metí al fondo. México me había cautivado, seducido y secuestrado.
Si partimos de mis acciones, el retrato sería tal vez cubista porque me resulta difícil explicar, por ejemplo, por qué habiendo nacido en Estados Unidos, ahora vivo en México; por qué escribo en castellano y no inglés; por qué me casé dos veces; por qué vendí mi auto y ahora ando casi exclusivamente en bicicleta…
En estos momentos pandémicos, todo gira alrededor de mis clases en línea en la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Armo Legos, que es un hobbie nuevo y fascinante para mí. Hace que el tiempo pase muy rápido. También gozo de algunas series de televisión.
Al principio me paralizó. A pesar de tener mucho tiempo libre a mi disposición, me costaba trabajo concentrarme. Al dar mis clases virtuales, empezó a romperse el hielo de la inacción que me atrapaba. Ahora fluyo más libremente. No me cuesta sentarme a escribir.
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Antes de la llamada “nueva normalidad”, Sandro Cohen, vecino de la colonia Cuauhtémoc, escribió mucha poesía durante sus desayunos en restaurantes.
“Me encanta sentarme con vista a la banqueta y ver a la gente caminando, platicando; los camiones, los barrenderos, la gente que pasea a sus perros. Los parroquianos de los diversos lugares ya nos conocemos de años. Nos hemos hecho amigos. Extraño todo eso”.
En comparación con el común de los pedalistas urbanos de Chilangolandia, como llama a la ciudad, el poeta presume de ser muy rápido. Cuando no hay tráfico, dice, su promedio de velocidad anda entre los 25 y los 30 kilómetros por hora, pero alcanza de 40-42 en plano y hasta 75 en bajadas, como la de Santa Fe a Reforma por la autopista.
Tiene 66 años, pero la edad no es obstáculo para ser rápido, cosa necesaria porque evita las ciclopistas, que considera trampas mortales, pues ha sido atropellado dos veces por autos que dan vuelta a la derecha sin detenerse y sin fijarse en si viene alguien
en bicicleta.
Y es que, asegura, las ciclopistas están descuidadas. “Allí tiran toda la basura, los vidrios rotos; hay coladeras abiertas, ramas de árboles, metales punzantes de autos y motocicletas; su pavimento suele estar muy desigual o roto, o con parches sobre parches sobre parches”.
Además de poesía y ensayo, incluso textos didácticos, como Redacción sin dolor, Sandro Cohen escribió un libro a partir de sus experiencias como fondista: Corredor nocturno. Y en su libro más reciente de poesía, Flor de piel, incluye una sección de poemas que tienen que ver con la bicicleta.
Este profesor, quien “como viejo quiere correr, pedalear y tocar el horizonte con el viento en la cara”, está casado con una periodista y escritora, a quien conoció en el Palacio de Bellas Artes, donde ella trabajaba.
La anécdota fue referida la tarde-noche del 23 de octubre de 2019, cuando ahí mismo sus amigos, alumnos y lectores lo festejaban:
“Yo estaba en cuclillas revisando algún libro. Miré hacia arriba y allí estaba Josefina Estrada. Pocas veces me he quedado sin palabras en la vida. Esta fue una de ellas porque ya me había enamorado perdidamente, pero nunca le dije nada hasta más de un año después, tras un reencuentro fortuito que, en realidad, fue el comienzo de nuestras vidas, juntos, que el 12 de diciembre de 2020 serán 40”.