De niña refunfuñaba de lo que hacía, pues observaba jugar a otras pequeñas, mientras ella auxiliaba a su familia en la producción de artesanías. Obdulia elaboraba tintas naturales con las que coloreaba figuras en bules. Lo mismo hacían otros habitantes de Tamalacatzingo, cuyo nombre significa manos mágicas, en referencia a lo que se dedicaban sus ancestros en ese municipio de Olinalá, Guerrero; una actividad que se multiplicaba en épocas de secas, cuando no había nada qué cosechar.
La niña Obdulia Almazán Vázquez creció en esa región de la llamada Montaña Baja, en los límites de Puebla y Oaxaca, con la idea de salir y dedicarse a otra actividad que no se relacionara con la de crear bolsas de bules o huajes, pero el destino hizo que siguiera las enseñanzas de sus padres: practicar la técnica de maquelada, que consiste en cubrir dichas piezas en una fiesta de matices con diversas figuras.
Y es que la niña se negaba a continuar la tradición porque en su memoria también quedó muy grabada una escena dolorosa de cuando su padre, Antonio Almazán, regresó decepcionado de una feria de Oaxaca, sin lograr vender ni una pieza de artesanía, de modo que decidió regalar algunas y tirar otras en el camino.
Y fue aquella imagen con la que creció, la misma que Obdulia aún recuerda con nostalgia y pesar; y, a pesar de todo, ese oficio ayudó para que sus siete hermanos y hermanas estudiaran distintas profesiones; Obdulia, por su lado, cursó una carrera técnica y prefirió enfocarse a las artesanías, que practica con utensilios heredados por su mamá, María del Carmen Vázquez, entre las que están una batea de madera, diversos tipos de ganzúas y una cola de venado que sirve para limpiar residuos de pintura.
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Pasó el tiempo y Obdulia Almazán Vázquez dejó su niñez en el pueblo; cambió su domicilio a Ciudad de México, en la alcaldía Gustavo A. Madero, donde transforma los bules en coloridas bolsas, lo mismo en las famosas Cajitas de Olinalá.
De ahí se mueve para vender su mercancía en tianguis y ferias, sin dejar de hacer sus travesías. Y ya no piensa como aquella niña, aunque sea laborioso y cansado su trabajo, pues son más las satisfacciones y el gusto por hacerlo.
Al contrario, comenta, sonriente, “yo agradezco a mis padres que me enseñaron esa parte, pues ya, hasta París, hasta Francia viajé, y eso se los quiero dedicar a ellos, a mi mamá y a mi papá que me enseñaron”.
Por supuesto, también agradece a Carla Fernández, quien “tiene esa sensibilidad por nuestra artesanía, porque ella, como diseñadora de modas, utiliza sus diseños con textiles de telar de cintura y bolsas de bule”.
Y es que Carla Fernández, como puede corroborarse en sus tiendas, utiliza elementos de artesanos mexicanos. “En mi caso particular”, comenta Obdulia, “agradezco que se haya fijado en mí”.
—¿Y cómo llegó a usted?
—Me encontró hace unos años en la Fiesta de las Culturas Indígenas del Zócalo; entonces le gustaron nuestras bolsas para usarlas dentro sus accesorios. A veces hacemos el diseño propio de la casa de modas.
Y fue en noviembre del año pasado cuando Obdulia, invitada por Carla Fernández, estuvo durante dos semanas en París, ciudad en la que mostró sus técnicas de maque, bruñido y degradado de color.
—¿Qué le dijo Carla Fernández cuando la invitó?
—Ella me dijo: “Quieres ir”, y yo contesté: “Pues claro, encantada”.
—¿En cuál galería estuvieron?
—En la de Chanel; sí, se llama 19 M esa galería. Imagínese —recuerda emocionada y sonriente— hablar de Chanel, pues no es cualquier lugar
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En su departamento de interés social, en la alcaldía Gustavo A. Madero, Obdulia Almazán Vázquez desarrolla las técnicas que aprendió de sus ancestros, incluida la materia prima de algunas flores. La diferencia es que ahora son escasas o ya no es posible conseguir algunas tinturas, como la de cochinilla y otros insectos, pues han sido exterminados por el uso de insecticidas en el campo.
Obdulia es la única de los hermanos dedicada “ahora sí que, como dice neltiliztli, a la creatividad, transformando con manos mágicas”, dice mientras pronuncia esa palabra del idioma náhuatl. “Porque se han encontrado vestigios de esta técnica de maquelaca en jícaras”.
—Que usted aprendió de niña.
—Pues sí, desde muy pequeños; los chicos, por ejemplo, al pastoreo de los chivos, de las vacas: “a ver, siéntate aquí, cuida la milpa”. Entonces, aunque tengamos miedo, ahí nos quedamos. Y en la artesanía: “A ver, trae tu silla, te sientas y ayúdanos a limpiar estas piezas que vamos a trabajar”.
—Y así…
—Sí, y a medida que pasan los años, “ahora nos ayudas a bruñir, que ahora aplicamos el maque o a decorar”. El maque significa que vamos colocando múltiples capas de roca pulverizada, previamente pigmentada a base de aceite o de linaza. Ese es el proceso— dice mientras muele piedra cocida en un metate, hasta dejar un polvo fino—. En este caso nosotros pigmentamos nuestras rocas ya pulverizadas y obtenemos un rojo intenso.
El proceso para obtener el color que buscan es demasiado laborioso, ya que hacen varias pruebas hasta darle un brillo intenso, así como el bruñido con piedra de cuarzo, de tal modo que cada pieza adquiera un valor único, después de dibujar los adornos.
—¿Y qué tipo de flores usan?
—Con el amarillo, la flor de cempasúchil; el morado, pétalos de rosa roja; el naranja, la flor de xochipalli; del verde, árbol de majagua; el café, ahí no hay problema, porque cualquier hoja, que no sea muy fibrosa, obtenemos los tonos cafés.
Y aquí está, atareada, emocionada y orgullosa de no solo heredar una tradición, sino los instrumentos de trabajo de sus padres, Antonio y María del Carmen —ya fallecidos y cuyas fotos están en la pared de la sala—, a quienes menciona como un homenaje por sus enseñanzas.