Hace unos días nuevos hitos se marcaron con los viajes suborbitales de los multimillonarios Richard Branson y Jeff Bezos. Con una amplia cobertura mediática, el mundo presenció, con excitación y controversia, cómo se está impulsando el turismo espacial.
Aunque en esta carrera se disputan los términos por ser los primeros, el viaje del primer millonario como turista ocurrió hace 20 años, cuando Dennis Tito llegó a la Estación Espacial Internacional (EEI) a bordo de la nave rusa Soyuz.
Ahora, la novedad es que somos testigos de cómo la exploración espacial ya está dejando de ser un asunto exclusivamente de naciones para darle espacio a la industria privada.
Esto plantea un espectro de posibilidades y complicaciones a futuro que van desde dilemas legales y la posible explotación de recursos inéditos; hasta la investigación científica asociada a ideas como la de avanzar en problemáticas de acceso a comunicaciones o curas a distintas enfermedades.
Entonces, como cualquier avance tecnológico se puede traducir en muchas cosas. No sólo se trata de Ícaro y de tentar qué tan lejos podemos llegar sin que se derritan nuestras alas.
Por ahora, pareciera ser una anécdota para la población general y una realidad sólo para aquellos con la capacidad de participar en subastas millonarias o pagar un cuarto de millón de dólares para tener un vuelo de pocos minutos en el cual experimentar la gravedad cero.
Es muy temprano para hablar de pronósticos de mercado, por primera vez no estamos usando vehículos espaciales que son desechados luego de un primer viaje. Lo que implica, además de menos cantidad de desechos, un descenso significativo en los costos de cada despegue.
En una lógica de demanda y oferta, la posibilidad de hacer mayor cantidad vuelos podría implicar un abaratamiento de los pasajes. Pero habría que ver cómo se perfilan las garantías de seguridad de los pasajeros en los vuelos y las regulaciones para este tipo de actividad comercial.
Una lectura desde el punto de vista ecológico advierte que es una industria que se perfila como altamente contaminante. Actualmente se lanzan unos 100 cohetes al año y su huella de carbono es mucho menor a la que deja la industria aeronáutica con más de 100 mil aviones diariamente. Aunque, si el volumen de vuelos de este “turismo de lujo” se eleva, ya estamos hablando en otros términos.
Cada viaje podría emitir un estimado de entre 60 a 90 toneladas de carbono, una cantidad de emisiones inoportunas en el contexto de una carrera por combatir la cuenta regresiva del cambio climático. Esto sin contar toda la contaminación por satélites, muchos en estado inservible que ya estamos posicionando como basura en la órbita.
Es innegable que con cada innovación, haya un punto de giro que agregue emoción y posibilidades a la historia del ingenio humano. Pero es importante que también definamos bien a qué nos referimos con términos como “democratización del espacio” y a exigir que se contemplen, aparte de los beneficios comerciales, implicaciones que aporten a la humanidad.
Por ahora, tenemos a Musk, Branson y Bezos viendo el futuro en el espacio como los exploradores del siglo XXI pero, paradójicamente, no hemos comprendido completamente las lógicas del planeta en el que vivimos ni tocado el fondo del océano. Como cita la biblia: “nadie es profeta en su tierra”.
Ida Vanesa Medina