Un préstamo es un acto de optimismo, un voto de confianza en un futuro de ganancias que permitirán pagar. De hecho, la palabra “acreedor” viene de “creer” y se refiere al que fía y se fía. Sin embargo, todos lo sabemos hoy, pueden llegar años menos amables de lo que esperábamos y entonces las esperanzas de otros tiempos se transforman en prisiones del ahora.
Es lo que le sucedió al pintor holandés Rembrandt, contemporáneo de Velázquez. Rembrandt llegó a Ámsterdam con veinticinco años, consiguió un éxito veloz como pintor de retratos y se casó con una mujer rica. El porvenir le pareció prometedor. Compró una casa espléndida, empezó una colección de obras artísticas y curiosidades, acogió numerosos discípulos para ayudarle en sus encargos. Pero, quién sabe por qué, la popularidad de Rembrandt entre el público disminuyó. A partir de ese momento, las deudas le ahogaron más cada vez hasta que catorce años después cayó en la bancarrota total. Sus acreedores le obligaron a vender su casa y subastaron públicamente sus colecciones. Ni siquiera así alcanzó a pagar todo lo que debía. Su compañera de entonces y el único hijo que le quedaba con vida formaron una compañía de tratantes de arte y tomaron a Rembrandt como empleado. Así, convertido en simple asalariado, pintó sus últimas obras maestras. Pues en aquellos años de adversidades, Rembrandt consiguió intensificar la hondura y el misterio de sus cuadros. Las figuras de su etapa final se hunden en una oscuridad que, a pesar de todo, parece cálida, como diciéndonos que si vemos sombras es porque alguna luz brilla cerca.