Uno de los suplicios que sufrimos los desmemoriados consiste en encontrarnos con una persona conocida de la que hemos olvidado el nombre. Cuando el otro nos sonríe, saluda y empieza a acercarse, ponemos nuestro cerebro en acelerado funcionamiento para recordar a tiempo, pero raras veces somos capaces de corregir velozmente el lapsus. Entonces, con cara amable y la cabeza todavía zumbando, disimulamos para mantener el tipo. La mayoría de las veces somos descubiertos, y se hace necesaria una torpe disculpa, pero nunca ofrecemos la explicación completa: “No creas que se me escapa tu nombre por indiferencia o por manía hacia ti. No te he elegido para olvidarte. La memoria me juega estas malas pasadas de forma caprichosa y sin método. Considérame defectuoso pero no ingrato, por favor”.
En la antigua Roma, quienes se lo podían permitir disponían de un sistema para evitarse esos apuros y esa vergüenza. Consistía en tener un esclavo de memoria bien entrenada que se especializaba en memorizar la identidad y circunstancias de todos los conocidos de su amo. Le susurraba el nombre y algunas informaciones cruciales sobre las personas con las que se cruzaba: “Por ahí se acerca Quinto Valerio. Recuerda que es viudo y sufre de lumbago”. Este peculiar tipo de esclavo se llamaba “nomenclator” y era muy utilizado por los candidatos políticos en campaña para poder aparentar que se preocupaban personalmente de sus conciudadanos y estar así más justificados al pedirles el voto. Así fue como los antiguos, sin conocer la informática, inventaron la memoria externa.