Es en el pequeño medio en el que nos desenvolvemos donde nuestras decisiones modelan la realidad. Allí se define nuestro trato con los demás y se crean o se calman las tensiones ocasionadas por la convivencia. Todos tenemos una sed inagotable de influir en el prójimo, pero siempre se nos presenta la duda sobre el método más eficaz para conseguirlo. ¿Es preferible imponernos, enérgicos, apelando a nuestro poder, a través de amenazas y presiones? ¿O conseguiremos más razonando de igual a igual, mediante un prolongado esfuerzo de persuasión que haga inútil la fuerza? Una antigua fábula de Esopo ofrece respuesta a estas preguntas.
Cierta vez, el viento y el sol competían por saber quién de los dos era más poderoso. Acordaron que vencería quien consiguiera desnudar a un caminante. El viento lo intentó en primer lugar. Sopló con mucha fuerza, pero el hombre agarró con más fuerza la ropa de abrigo. El viento arreció más y más, y el peregrino se puso encima otro manto, envolviéndose en él. El viento, cansado de desatar sus fuerzas en vano, cedió el turno al sol. Este, al principio, lució con moderación. Cuando el caminante se quitó el manto, aumentó el ardor de sus rayos gradualmente. Pasadas unas horas, el viajero no pudo soportar el calor, se desnudó y fue a bañarse a un río cercano. El sol, que persuadió poco a poco al hombre, derrotó al viento que trataba de arrancarle la capa por la violencia de su soplo. Este sencillo relato aborda la cuestión esencial de la eficacia del argumento o de la fuerza, el problema que todos debemos solventar: sol o viento.