Cuántas veces reconocemos la necesidad de tomar medidas duras, pero antes nos concedemos un tiempo para remolonear aplazando el momento de actuar. Cuántas veces nos quedamos detenidos en ese limbo que media entre la decisión tomada y su puesta en práctica, vislumbrando una nueva vida más firme y eficaz pero demorándonos en las agradables imperfecciones de nuestra vida tal y como es. Existe una palabra latina para describir esa actitud: procrastinación. Consiste en gozar del placer de aplazar, en no hacer hoy lo que también puedas dejar sin hacer al día siguiente.
Los griegos de la Antigüedad usaban un refrán irónico que decía: “Los asuntos importantes, para mañana”. Su origen está en una anécdota histórica. Había en la ciudad de Tebas un gobierno oligárquico contra el que se preparaba una secreta conspiración. El día elegido para el levantamiento, los cabecillas del régimen estaban comiendo y bebiendo en el banquete organizado por Arquias, un importante ciudadano. Cuando ya había empezado la diversión, un mensajero se presentó ante Arquias diciendo: “Quien me entregó esta carta me encargó que la leyeras instantáneamente porque en ella te comunica un asunto muy urgente.” Arquias comprendió que la carta le arrancaría de su plácido letargo, y por eso, metiéndola bajo un cojín, respondió: “Los asuntos urgentes, para mañana”. Si la hubiera abierto, se habría enterado de todos los detalles de la conjura con tiempo de ponerse a salvo. Procrastinar tiene sus peligros. En nuestras vidas, como en la de Arquias, hay muchos asuntos para los que pronto puede ser demasiado tarde.