La cocina (2024), película de Alonso Ruizpalacios (Ciudad de México, 1978), cineasta que con una parte —la cocina de un restaurante neoyorquino— ha logrado describir el todo de una compleja realidad, la norteamericana en sus costados económico y social con énfasis en la migración y el choque cultural.
Emprender una síntesis de este tamaño, cómo podemos imaginar, es un desafío riesgoso, y Ruizpalacios lo acomete y lo consuma, creo, satisfactoriamente.
Se trata pues de un film que debemos entender en clave sinecdóquica: todo lo que en ella se expone es apenas una pieza representativa del rompecabezas norteamericano, de ese leviatán en el cual el mercado y la competencia pueden llevar al estrellato o hacer picadillo la voluntad más férrea de nativos y, principalmente, de fuereños.
Pero detenernos en el asunto y su abordaje es enfocar la mirada en uno solo de sus aciertos.
Tiene otros méritos, a mi parecer, notablemente alcanzados, como la banda sonora, la elección de la locación principal, la edición y la fotografía.
En ellos, asimismo, laten dualidades que operan en el espectador como pauta de los contrastes y las tensiones que Ruizpalacios ha deslizado en su guion para perfilar dos mundos.
La primera dualidad contrastante se da en el plano de la música. En muchos momentos de la cinta el fondo sonoro podría ser considerado exquisito o culto, muy ad hoc al contexto neoyorquino, summum de cosmopolitismo; esta música se contrapone al uso recurrente del tema norteño “Nomás un puño de tierra” en la versión, si no me engaño, de Los Bravos del Norte.
Tal pieza no sólo remite a México, sino que en algunos versos su letra parece describir la biografía del protagonista, además de que el estribillo es un sutil presagio del final.
Otra dualidad es evidente: la elección de la fotografía en blanco y negro fuerza la sensación de que en el contexto abordado, el norteamericano, la realidad termina por establecerse en términos polares, como negra o como blanca, como triunfo o como fracaso, y no como el espacio colorido que se vende en la publicidad del “sueño americano”.
Los ingredientes mencionados, y otros, se mezclan sutilmente en la historia que arranca con la llegada de Estela (Anna Díaz), poblana que, sin dominio del inglés, llega a NY en busca de Pedro, quien trabaja como cocinero en The Grill.
Luego de avivarse frente al gerente Luis (Eduardo Olmos), Estela ingresa al espacio laboral de la cocina y reencuentra a su paisano en una de las “islas” de la cocina.
Muy pronto aparece un conflicto que correrá discretamente paralelo a la trama: el dueño y el contador de The Grill le comunican al gerente que algún trabajador ha robado poco más de 800 dólares, y los tres deciden encontrar y escarmentar al culpable sin apelar a la policía.
Pero este conflicto es una finta, pues lo importante es adentrarnos en la normalidad aparente de la vida laboral yanqui y, sobre todo, en la idiosincrasia del trabajador mexicano, más dado a no dejarse devorar por las heladas rutinas del sistema, de ahí que en un punto de la historia los mexicanos que chambean en la cocina, dentro del estrés que implica preparar platillos urgentes, dicten cátedra de albures, es decir, de ludismo verbal, de relajo para desactivar la brutalidad del engranaje laboral gringo.
La pregunta es simple: ¿puede el alma mexicana salir adelante en una realidad que la oprime y apenas deja resquicio a la vitalidad y el juego característicos de nuestra índole?
Pedro es el conejillo de Indias, y en al menos dos momentos insinúa que su idea es volver a México, esto para significar que el mundo norteamericano no le cuadra, que él quiere estar con los suyos, lo cual, en NY, es una flaqueza que suele pasar factura.
Si un mexicano desea mantenerse vivo en EUA, no es recomendable que entone la “Canción mixteca” ni abra cancha a la nostalgia, sino adaptarse bien y pronto a los severos usos y costumbres del lugar.
La cocina, estrenada en febrero de este año en el Festival de Cine de Berlín, narra una historia compleja y es además un trabajo muy bien logrado en lo técnico, y en este sentido su pasaje más memorable es el vertiginoso plano secuencia (de más de diez minutos) que Ruizpalacios desarrolla de la cocina al restaurante y del restaurante a la cocina.
Otro de sus méritos indudables está en el casting y en las actuaciones de Raúl Briones, Rooney Mara, Motell Gyn Foster y Eduardo Olmos, lagunero, este último, que junto con Cristina Rodlo es una de las actuales cartas de la actuación torreonense en el cine internacional, para decirlo asimismo con una dualidad.