Casi no hay mexicano mayor de cincuenta años que no haya sido tocado, o al menos rozado, por el cine de Ismael Rodríguez (Ciudad de México, 1917-Ídem, 2004).
Obviamente me cuento entre ellos, ya que gracias sobre todo a la televisión, no tanto a la sala cinematográfica, vi Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, A toda máquina y varias cintas más que llegaron a convertirse en parte de la cultura popular mexicana.
Es muy probable que nuestros abuelos y nuestros padres las vieron cuando fueron estrenos, éxitos de taquilla que encumbraron sobre todo a Pedro Infante como ídolo del país.
Mi generación llegó a ese viejo cine mediante la televisión, aparato que al extender sus horarios requirió de las películas para mantener al público atado a la pantalla.
Fue, como digo, mi caso, de modo que parte de la educación sentimental que recibí fue similar a la de mis padres, una educación llena de “Amorcito corazón”, “Parece que va a llover” y “Te quero más que a mis ojos”, canciones que no podemos escuchar sin las imágenes ya conocidas dentro de la cabeza.
Memorias (Conaculta, México, 2014, 107 pp.) de Ismael Rodríguez es por ello un libro importante para conocer de cerca al más influyente cineasta mexicano.
No lo escribió directamente, sino por medio del crítico Gustavo García, quien entrevistó al realizador y extrajo sus vivencias bien abultadas de guiones, actores, cámaras, luces y acción, el universo de la cinematografía que le cupo en suerte sobre todo durante la llamada —con chovinista hipérbole— “época de oro del cine mexicano”.
El libro es un largo relato en primera persona sólo entrecortado con “cabecitas de descanso” que fungen como capítulos, 25 en total.
Aunque no explícitamente marcado con fechas, el desarrollo de la memoria es cronológico, y por ello abarca de la niñez del realizador hasta el fin de siglo, cuando él ya estaba en el ocaso de su vida.
Es evidente que Rodríguez fue hiperactivo, una especie de workaholic, como denominan los gringos a quienes tienen el feo vicio de trabajar sin medida ni clemencia. Otra adicción tuvo, la del cigarro, a la que jamás pudo renunciar.
La incapacidad del cineasta para permanecer quieto se deja apreciar en lo apretado de la actividad que desarrolló desde su niñez, relacionada en un principio con el negocio familiar, una panadería.
Por un problema de sus padres en el contexto de la persecución religiosa emprendida en el callismo, los Rodríguez fueron a radicar en California, lugar en donde el jovencito Ismael tuvo acceso a una mejor tecnología de sonido, que fue lo primero en lo que se vinculó con el arte fílmico.
Al volver a la capital de nuestro país, muchas salas habían sido abiertas y el cine se había convertido en un fenómeno de masas, en el entretenimiento público más popular.
Los Rodríguez, no sólo Ismael, se relacionaron con esa incipiente industria, y fue así como, entre obstáculos y negativas, a codazos, el joven cineasta se abrió camino hasta la oportunidad de dirigir.
En las páginas de estas Memorias casi no hay nombre de la cinematografía nacional que no aparezca.
Entre los ausentes conté muy pocos (Clavillazo, Silvia Piñal, el Santo…), pero uno puede pensar casi en cualquier actor, productor, director, fotógrafo, editor y demás, hasta en la maquillista Fraustita, y aquí aparecen.
Algunos nombres son los más recurrentes, esto por la cercanía afectiva y profesional que Rodríguez tuvo con ellos.
Es el caso de Frank Capra (el gran director ítalo-norteamericano), Pedro Infante (su principal creación) y Ricardo Garibay (autor de varios de sus guiones).
Destaco estos tres nombres, pero un índice onomástico del libro podría arrojar sin duda más de 300 que el lector podrá recordar haber leído ya en los muchos créditos de películas mexicanas rodadas entre 1940 y 1995, que fue la ancha etapa en la que el cineasta que nos ocupa trabajó sus filmes.
Para los amantes de nuestro viejo cine, las Memorias de Ismael Rodríguez es un viaje a su pasado, un pasado que gracias a sus filmes también nos pertenece.