Durante los años cincuenta y sesenta el hotel Reforma solía ser el más chic, donde se ubicaban los visitantes más cosmopolitas, los cocteles de moda, las comilonas de los políticos en boga, cenas esplendorosas con Pedro Infante, y su augusta arquitectura también llegó a fungir como espacio escenográfico de películas de la Época de oro del cine mexicano. En 1986, víctima del legendario arrebato telúrico, este noble establecimiento cerró sus puertas durante años, mientras a su alrededor caían otras inolvidables construcciones como el Cine Roble donde vi el estreno de Cara cortada, para darle lugar a la Cámara de Senadores que carece de toda gracia.
Hasta hace apenas unos años, el lugar se convirtió en una especie de sala de usos múltiples para espectáculos interactivos de terror que, de manera inmersiva dejaban a los espectadores que entraban habitaciones donde antes se podían ver personajes como Arturo de Córdova, para toparse con seres aviesos y tornos que a grito pelado te dejaban con los nervios de punta.
Ahora, ese espacio ha sido tomado por HR Giger, el inefable artista suizo que deslumbró con el diseño de una criatura pulida y temible, esbelta y feroz, que nutrió de horror y referencias a todo aquel que se haya precipitado en la historia de Alien, el octavo pasajero, de un genio provocador y desemesurado: Ridley Scott.
Su vida y obra nutre las paredes y los espacios de un montaje oscuro y siniestro con el alma ácida y mortal de la bestia que un día desbordara su imaginación. Ahí vemos al creador en su estado más puro, ya sea a través del diseño del desbordado comedor que lleva la fastuosidad de los muebles Luis XV al terreno del ciberpunk, o de obras que rescatan pesadillas de ciborg y alucines anarketos-darketos de tintes nada bíblicos. La carne se arropa con un manto cibernético y miriadas de osamentas que gravitan un universo industrioso y automatizado.
Erotismo digital, orgasmos de poliuretano, éxtasis high tech, y delirios posmodernos cuajados de tuberías y acero inoxidable.
Y en medio de aquella profanación, la bestia que desgarró las entraña del Nostromo y cuyos feroces alaridos abren de tajo los pudores del universo: Alien, de líneas pulcramente metalizadas, provisto de un exoesqueleto poderoso y esbelto, altivo y feroz, de entre cuyas fauces emanan otras fauces retráctiles que babean un líquido radioactivo que corroe de manera instantánea y supera la resistencia de cualquier material. Ahí está en todos sus formatos, el monstruo al que la Sargento Ripley con una heroicidad primaria, bárbara, arrebatada, muy distinta de la de Vanhelsing o la de Lincoln, cazadores de vampiros.
Toda la maldad tenía que estar contenida en ese hermoso envase terrorífico.
HR Giger instauró con sus invenciones el modelo de lo verdaderamente apocalíptico, nutriéndose de los espasmos literarios de Lovecraft, Poe y la otra bestia, Aleister Crawley, el 666, absolutamente blindado contrario cualquier tipo de exorcismo.
El hotel Reforma es ese otro Nostromo inspirado en la locura selvática de Joseph Conrad (su Corazón de la tinieblas que además de ser llevada al frío espacio sideral pero neoliberal por Scott, también contagió a Coppola para Apocalipsis Now!), en donde cada espectador emocionado, rebasado por aquellas imágenes fundamentalmente turbulentas, espera con fervor que de su caja torácica emerja ese alien ansioso con las fauces babeantes por delante.
Ese irlandés por todos tan temido
En la ceremonia del Oscar Steve Martin y Chris Rock bromearon con el maestro Martin Scorsese cuya filmografía despierta cosquilleos e inquietudes en el alma llanera de su fanaticada, que su filme río, El Irlandés, que se alarga como el Misisipi hasta en tres horas y media (la versión del director durará, supongo, cuatro o cinco horas en su plataforma madre, Netflix), era en realidad solo el primer capítulo. El director de Taxi driver y Buenos muchachos se desternillaba de risa, pero en realidad sabía que eso hubiera sido su sueño dorado. No por un pantagruélico goce auto complaciente narrativo, sino porque el libro de donde proviene la historia, Jimmy Hoffa: caso cerrado de Charles Brandt, así lo requiere. Al sumergirse en la historia de Frank Sheeran, testigo y ejecutor de primera mano de los grandes complós de la historia de Estados Unidos (el asesinato de John y Robert Kennedy, el desembarco en Bahía de cochinos, los vasos comunicantes entre la mafia y el sindicado de camioneros de Hoffa, Watergate), el autor recurre a la minuciosidad en la investigación de cada dato para convertir la vida de este irlandés que sabía bien “pintar casas”, el hilo conductor que ilumina el corazón más oscuro del american way of life.
Una radiografía tan profunda, que quedan de manifiesto los diferentes tipos de cáncer que carcomen una patria feroz, voraz y muy retorcida.
Estamos tan condicionados por la inmediatez tecnológico, que muchos rehuyen el proceso de inmersión en ese gran espectáculo ideado por Scorsese al lado de una pléyade de dioses del Olimpo fílmico: Al Pacino, Robert De Niro, Joe Pesci (maravillosamente contenido, lejos de la locuacidad ñera de Buenos muchachos y Casino), Harvey Keitel (el eterno Mr. Wolf de Tarantino), Steven Van Zandt (el camarada íntimo de Bruce Sprigsteen en la E Street Band y el canalla matón de Los Soprano) y hasta Ray Romano (comediante conocido por una serie sin mucho punch, Everybody loves Raymond, que ha venido reconstruyendo su carrera luego de su paso por las serie de HBO, Vinyl, tristemente cancelada y ahora como abogángster en El Irlandés), entre muchos más.
Charles Bradt ofrece una investigación que merece ser leída porque ahí está el detalle. La respuesta a muchas interrogantes, entre ellas el destino de Jimmy Hoffa, el Fidel Velázquez del sindicalismo charro en su versión más gringa.