Declaro dolorosamente que no volveré a McDonald’s. Confieso con culpa que, luego de seis décadas de fiel consumo de burgers, fries & Coke con hielos, no volveré jamás al consumo consuetudinario de sus malteadas y sundaes, sus apple pies hirvientes y demás atentados a la supuesta sana alimentación. He decidido abdicar de las cíclicas ocasiones en que apuntalaba diversos intentos de dieta con escapadas a escondidas hacia cualesquiera de los miles de santuarios señalizados por los arcos dorados.
Mi infancia transcurrió en otro idioma y en pleno fervor de lo que sería la década psicodélica de las utopías del amor. Cerca del bosque de mi niñez, el McDonald’s parecía un barco llegado directamente de la década anterior, del nacimiento del rock&roll con meseras en patines y la endeble charola que colocaba mi padre en la ventanilla del auto. Era un expendio en expansión continua que se reflejaba en la suma de hamburguesas vendidas que se exhibía bajo los inmensos arcos dorados, hasta que resolvieron anunciar “millones” y jamás olvidaré que el día que estrené mi bicicleta verde con asiento elongado y manubrio como encornadura de antílope fue el mismo día en que se estrenó la Big Mac: manjar de tres pisos, que incluía lechuga y esa salsa secreta que tardé más de una década en asociar con el aderezo llamado mil islas que baña a ciertas ensaladas.
Abandono McDonald’s como simbólico repudio al imperdonable numerito de Donald Trump fingiendo freír las papas en una sucursal cerrada y con clientes a sueldo, contratados como comparsas para la farsa. Creyéndose el payaso Ronald McDonald el Donald sólo confirmó los aguijones de su peligrosa demencia: es un bufón fascista, racista, clasista que ha suscitado el increíble entusiasmo por la imbecilidad e ignorancia. Apóstol de la amnesia y de la engañosa confrontación, Donald Trump es el paladín de la polarización, detrito demente abiertamente nazi y convicto por cumplir más de tres docenas de delitos probados… y prefiero quedarme con el recuerdo de la comida rápida llamada chatarra como metáfora intacta de todos los gérmenes, pelos de elote sueltos sobre el vuelo de la sal que llovía encima de inocentes rebanadas delgadas de tubérculos calientes a consumirse con hilos de cátsup de oreja en simulado atentado al sentido común en un mundo ya secuestrado por la falsía.