Las banderas y los principios ideológicos de Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum podrán ser los mismos, pero la primera semana de mañaneras arroja interesantes pistas de los contrastes en forma y fondo entre ambos mandatarios.
Habrá tiempo para valorar el contenido y el alcance de cada una de las estrategias y políticas públicas que se han presentado esta semana; se requeriría un análisis puntual de cada una de ellas. Ahora solo abordaré las diferencias sustanciales en la manera que uno y otra eligieron para relacionarse con el resto de la nación. Y, en ese sentido, las mañaneras constituyen un escaparate significativo.
De entrada, las diferencias de forma. Hay un esfuerzo deliberado para hacerlas más ágiles y acotadas: una duración de hora y media (7:30 a 9:00) en lugar de las largas sesiones abiertas que se extendían entre 2 y media a 3 horas.
Segundo, el énfasis informativo por encima del discursivo. Las respuestas son mucho más puntuales, profusas en datos y hechos concretos. En las mañaneras de López Obrador predominaba una respuesta al pulso político del momento, una reacción a los cuestionamientos de medios y opinadores, y una expresión del estado de ánimo del gobernante. Las de Claudia Sheinbaum responden claramente a una agenda programada y exige presentaciones gráficas y textos breves de parte de sus colaboradores.
Tercero, la profesionalización de sus interlocutores. Las nuevas mañaneras establecieron normas de participación para reforzar el carácter periodístico de la conferencia de prensa. Algunas quedaron por escrito, otras son recomendaciones puestas a circular entre los habituales. La idea es evitar que en las preguntas se cuelen gestiones disfrazadas, promoción de actores políticos y, sobre todo, invectivas contra terceros. Resulta evidente la intención de favorecer la participación de periodistas profesionales, incluyendo los nuevos medios digitales, pero no así los muchos activistas y operadores de redes sociales propagandistas de Morena, que habían terminado por ocupar buena parte del auditorio. No han sido desterrados del todo, pero han dejado de llevar la voz cantante.
Sin embargo, los principales cambios son de fondo, y proceden del muy distinto sitio desde el que ambos encararon el estado de la política que les tocó iniciar. Por un lado, porque el país de 2024 es muy diferente al de 2018; segundo, porque por origen y trayectoria, López Obrador y Claudia Sheinbaum proceden de universos contrastantes. La manera de gobernar, de concebir y de gestionar el poder también lo es.
López Obrador gobernó al país como si fuera la continuación de su larga marcha como opositor. En cierta forma, en Palacio Nacional siguió siendo un candidato en campaña en contra del sistema. En parte respondía a la situación que prevalecía en 2018, a la resistencia de los poderes fácticos a los cambios anunciados y a sus temores (reales o inventados); y en parte obedecía a la pertenencia del tabasqueño a ese México profundo, cargado de los muchos agravios acumulados. Consolidar el poder político de su movimiento era esencial para asegurar la estabilidad de su gobierno y garantizar al menos una segunda oportunidad a la 4T.
Consecuentemente, sus mañaneras cumplían ese propósito. Una permanente legitimación de sus premisas y valores, respuesta a las críticas recibidas, arenga política en contra de adversarios, discurso emocional dirigido a los sectores populares para confirmar día a día la identidad entre el líder y su base social. Se informaba sí, pero en la lógica del presidente lo más importante era contrarrestar la propaganda adversa que enlodaba a su gobierno. Ningún espacio para el diagnóstico crítico o informaciones que resultaran incómodas.
Las mañaneras de Claudia Sheinbaum responden a otra lógica, entre otras cosas, porque parten desde una posición de poder muy diferente. La oposición está desdibujada y los poderes fácticos ahora tienen claro que esta fuerza política llegó para quedarse otro rato, luego del triunfo aplastante este verano. Por lo mismo, se advierte de parte de la élite económica y de los medios de comunicación una actitud más avenida, menos confrontativa. Para los actores de poder contrarios al obradorismo la estrategia en 2018 residía en alguna forma de resistencia para minimizar o neutralizar el impacto del cambio. Lo de hoy es buscar acuerdos y modalidades que les favorezcan. En fin, Sheinbaum posee una mayoría constitucional que abre todas las puertas y el control del territorio gracias a la inmensa mayoría de las gubernaturas.
Todo esto se advierte en las mañaneras. Más que afianzar su poder a toda costa, su desafío consiste en encontrar la forma de utilizarlo para encarar los graves problemas del país. La Presidenta no renuncia a mostrarse como líder de un movimiento político, pero le interesa aún más presentarse como una gestora responsable de la administración pública, empeñada en ordenar, eficientar y modernizar. Lo suyo es informar, explicar, aclarar, disolver temores, generar confianza y evitar el ataque innecesario, salvo en los casos en que considera imprescindible pintar su raya. Frente al enorme reto de ser la primera Presidenta en un país de círculos de poder masculinos y asumir el relevo de un líder tan poderoso como López Obrador, Sheinbaum sabe que su tono debe ser de firmeza y certidumbre, sin titubeos. Pero, al mismo tiempo, debe desmontar los temores de que los superpoderes recibidos se transformen en un gobierno autoritario. Una delgada línea que, hasta ahora, ha resuelto en buenos términos o parece estar encontrando el tono adecuado.
Lo que estamos viendo hasta ahora es la confirmación de que la silla presidencial está ocupada por una científica, por una mujer decidida a dejar su impronta de mujer, por un cuadro progresista de la izquierda moderna, urbana e ilustrada, por una ejecutiva profesional o CEO de la cosa pública. El mismo movimiento, un liderazgo diferente. Mañaneras tan parecidas y tan distintas.