Hasta la cocina

Ciudad de México /
Alfredo San Juan

Llama la atención la nota del diario The New York Times publicada hace unos días sobre un “cocinero” de fentanilo en Culiacán. Este lunes Claudia Sheinbaum cuestionó las imágenes divulgadas y puso en duda que se tratara de fentanilo y que quizá pudo haberse confundido con la producción de metanfetaminas. El NYT insistió que el texto era correcto.

Más allá de que sea una cosa u otra, la nota deja reflexiones de fondo. Por una parte, el mérito de dos reporteras y una fotógrafa capaces de convencer a un narcotraficante de dejarlas entrar con cámara y micrófono a un laboratorio improvisado en la capital de Sinaloa y entrevistar al destacado “chef”. Uno se preguntaría cómo es posible que las reporteras hayan podido hacer lo que la policía omitió durante tanto tiempo. Ahora Natalie Kitroeff y Paulina Villegas, las periodistas que firman la nota, señalan que la consiguieron a través de un contacto que conocía a un narco, que a su vez hacía negocios con este químico autodidacta y veterano a sus, apenas, 26 años.

La información que se exhibe constituye un dramático y pesimista baño de realismo respecto a la estrategia del combate al narcotráfico. “El laboratorio” que aparece en las imágenes es una estufa común y corriente en una cocina de una vivienda modesta como existen miles en cualquier ciudad del país. Las cacerolas son las mismas en las que se hacen los frijoles o la avena de todos los días. Las implicaciones son obvias. Si poco pudo hacerse cuando las drogas se originaban en plantíos de amapola o marihuana y se procesaba en laboratorios detectables por los vecinos, resulta evidente que cualquier estrategia centrada en impedir la producción está condenada al fracaso.

La nota periodística da cuenta de la invulnerabilidad de esta parte del negocio. La casa se encontraba justo en el centro de la ciudad, pero la fabricación de fentanilo que estaba en marcha no producía olores ni humo que la delataran. Y por lo demás se trata de una actividad enteramente nómada. El responsable afirma que ocupó esa cocina para cumplir el encargo de producir 10 kilogramos de fentanilo; las reporteras señalan que en la mesa lateral yacía medio kilo de la droga, capaz de traducirse en 200 mil dosis. Suficiente para pagar vigías que alertan de la presencia de alguna autoridad en las cercanías. En tal caso ellos no esperan a conocer el propósito de una patrulla. Levantan en minutos y se trasladan al siguiente sitio elegido. Hoy por la mañana nos reventaron una, afirmó el responsable. Más tarde, la entrevista debió ser suspendida porque llegó el pitazo de que había una unidad militar preocupantemente cerca. “Tenemos que irnos”, dijo el cocinero mientras apagaba el fuego y comenzaba a levantar sus bártulos. Un día como cualquier otro para estos químicos.

Y si los laboratorios son invulnerables, queda claro que el reclutamiento de “técnicos” también. El joven había estudiado para ser dentista pero lo dejó para convertirse en aprendiz y luego en cocinero; desde entonces había ganado millones de dólares y adquirido carros de lujo y ranchos, presumió.

Las conclusiones que dejan este reportaje son graves. No es a través del combate a la fabricación de drogas sintéticas como va a debilitarse esta industria (la principal actividad económica en la región). Los ingredientes o precursores son difíciles de decomisar porque algunos son de uso corrientes y otros son utilizados por los laboratorios médicos.

Impedir el tráfico mediante meras inspecciones tampoco es sencillo, porque la fabricación de pastillas se ha sofisticado para emular el terminado de cualquier producto legal. El cocinero aseguró contar con sellos de toda índole para el acabado final de su producto.

Dos días antes, las mismas dos reporteras publicaron en el NYT un texto sobre la manera en que los químicos han aprendido a perfeccionar su producto, mediante la experimentación en personas dispuestas a consumir una muestra a cambio de 30 dólares. La meta es conseguir un producto con el mayor potencial de adicción e impacto posible sin provocar la muerte del consumidor. “Si no produce efectos hay que subirle, si los mata hay que bajarle”, sería el mejor resumen de la táctica seguida. Un camino rápido para sustituir el fentanilo que antes venía de China y que se ha reducido por el endurecimiento de las autoridades de aquel país, luego de las presiones internacionales.

Hay pues una lógica en la estrategia anticipada por Omar García Harfuch, secretario de Seguridad Pública. Atacar la fabricación no va a reducir el número de víctimas o el tamaño del negocio, porque es prácticamente imparable. La investigación y los operativos tendrán que centrarse en las cadenas logísticas posteriores: el tráfico, la venta, la organización y, sobre todo, los flujos financieros. Todo ello a través de inteligencia resultante de la investigación. Sin dinero no hay negocio, y este es un negocio de mucho dinero. Sin organización tampoco existiría, lo cual ofrece otro frente vulnerable, porque requiere de extensas redes interdependientes para llegar al consumidor final.

Obvio decir que buena parte de la actividad tiene lugar del otro lado de la frontera. Siempre ha sido así, pero antes, al menos, había la noción de que los plantíos eran la parte más visible y esos se encontraban en México. Hoy, que la producción se ha hecho hormiga y un desmantelamiento de “laboratorio” resulta intrascendente, la única oportunidad reside en la incautación sistemática a los alijos de los mayoristas y el desguazamiento financiero y organizativo de esas cadenas. Como se ha dicho tantas veces, hay más distancia de la frontera a Nueva York o a las metrópolis del norte de Estados Unidos que de Culiacán a la frontera. Y, por lo demás, la sangre que da vida a esta industria es el dólar y eso constituye un flujo con dirección inversa, es decir “de allá para acá”, mucho más detectable que el de la droga.

Por desgracia, los tiempos de Trump no son los más propicios para que los vecinos acepten su propia responsabilidad y actúen en consecuencia. Más de un observador ha señalado que la calificación de los cárteles como organizaciones terroristas permitiría acciones puntuales en contra de los circuitos financieros de la droga en ambos lados de la frontera. Ojalá sea eso, y se reduzca a eso.

Por lo pronto, esperemos que los lectores del NYT, entre los que se encuentra buena parte de la élite estadunidense, lean este reportaje de investigación y su reacción vaya más allá del escándalo o la alarma y deriven las implicaciones de fondo. El combate está en otro lado.

Feliz año a todos.


  • Jorge Zepeda Patterson
  • Escritor y Periodista, Columnista en Milenio Diario todos los martes y jueves con "Pensándolo bien" / Autor de Amos de Mexico, Los Corruptores, Milena, Muerte Contrarreloj
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