Trump, ¿qué sigue?

Ciudad de México /
ALFREDO SAN JUAN

El regreso de Donald Trump es, en efecto, una mala pasada de la vida. No solo se trata del daño puntual que pueda provocar. La victoria de Trump representa en sí misma la constatación de los males del mundo en que ya hemos entrado. Nadie lo ha dicho mejor que Antoni Gutiérrez-Rubí, en el diario El País hace unas horas: “Gana una manera de entender la vida en donde los adversarios son enemigos; la realidad una creencia; el Estado un lastre, y la vida una competencia descarnada y sin contrapesos en la que el mérito no define el éxito. Gana un estilo, un modo de ser y de vivir. Una identidad. Gana una manera masculinizada, agresiva y desacomplejada de relacionarse con los demás, en donde el insulto zafio o el mote hiriente sustituyen a los argumentos y las razones. Gana el miedo y la rabia, pierde la confianza colectiva y el nosotros incluyente. Gana mi verdad y pierde la verdad… Ganan nuestras tripas, nuestros cortes de manga, nuestro lado soez y berreta. Gana la bestia que todos llevamos dentro”.

Yo añadiría que está sucediendo algo aún más grave. Se confirma un nuevo orden, una geopolítica híbrida entre la globalización y el nacionalismo. Algo que cambia los criterios con los que hemos tomado decisiones en las últimas décadas.

Resulta difícil prepararse para el embate de un nuevo (des) orden que bien a bien no sabemos en qué va a consistir. Por lo que toca a nosotros, el candidato Donald Trump ha proferido duras amenazas en cinco temas que nos resultan vertebrales: migración, frontera, relaciones comerciales, nearshoring, drogas y combate al crimen organizado. Sabemos de antemano que, una vez llegado a la presidencia, convertirá en realidad solo una fracción de lo que ha dicho. Pero también sabemos que en este segundo periodo (2025-2029) será mucho más agresivo y contundente de lo que fue en el primero (2017-2021). Tiene más poder, experiencia, conocimiento y equipo, por no hablar de los rencores macerados durante su exilio interior.

En un escenario extremo, y nada es descartable, un embate frontal a la integración económica obligaría a replantearnos el modelo que hemos seguido. No digo que la integración con Norteamérica sea indeseable. Pero también tendría que hacernos pensar el hecho de que durante los últimos 24 años México ha crecido a menos de 2 por ciento anual (2.2 por ciento de 2000 a 2018, menos de 1 por ciento este sexenio). En teoría, el mundo envidia la condición que gozamos al ser parte del mercado más grande del planeta gracias a una ubicación estratégica, pero nuestros saldos no son para envidiar. O la integración no es en sí misma tan deslumbrante como nos la pintaron, o no la hemos sabido hacer. Y si el nuevo orden de Trump nos impone una modalidad de integración más ventajosa para los suyos, difícilmente estos números van a mejorar. Antes de saberse el resultado electoral de este martes, los pronósticos para México los próximos dos años ya eran de los más bajos en América Latina.

Y no solo es una cuestión de saldos económicos. La extrema dependencia de un proceso “de integración” desigual nos deja atados de brazos frente a las arbitrariedades de un gobierno buleador. Nuestros depósitos de gasolinas equivalen al consumo de una semana; la mayor parte de la electricidad se genera en turbinas alimentadas por los gasoductos procedentes de Texas, solo por hablar de presiones que pueden ponernos de rodillas. La apuesta unilateral y de buena fe para vincularnos a una relación en la que repentinamente el America First del vecino no nos incluye, no parece ser la estrategia más prudente. Y si creemos que Trump es una anomalía pasajera, el perfil del próximo vicepresidente, el extremista J.D. Vance, tendría que hacernos reflexionar. Puede ser el principio de un largo invierno.

No se trata de renegar de la posibilidad de salvar lo que queda del llamado nearshoring o de renunciar a la prosperidad que la agroexportación o la maquila automotriz ha generado en el norte del país, por mencionar algún ejemplo. Desde luego, habrá que desarrollar estrategias para maximizar las oportunidades a la inversión extranjera y el acceso al mercado estadounidense; habrá que diseñar políticas y cabildeos para disminuir la posibilidad de que las amenazas de Trump se conviertan en realidad. Me parece que tanto el gobierno federal como la iniciativa privada mexicana lo tienen muy claro. Pero no podemos apostar solo a eso.

Mal haríamos en quemar todas las naves e intentar subirnos solo a una que a ratos parece no querer llevarnos o nos impone condiciones leoninas para hacerlo. Existe una alta posibilidad de que estos proteccionismos esgrimidos desde la geopolítica narcisista, por llamarla de alguna forma, vayan a prolongarse. Entregarse de manera candorosa a ella sería criminal.

Eso obliga a replantear estrategias complementarias, puertas traseras para usarse en caso de emergencia, opciones paralelas que, incluso, nos permitirían negociar en mejores condiciones las exigencias de Washington. Revisar un poco lo que han hecho Brasil, India y similares que, sin esa integración, gozan de mejores perspectivas que nosotros. Multiplicar todas las ventajas que pueda ofrecernos la integración, pero no convertirnos en inválidos o adictos pasivos, pues eso podría convertirse en un arma en nuestra contra.

Eso por una parte. Por otra, entender que nuestras necesidades no serán tomadas en cuenta en ese egoísmo unilateral convertido en política absoluta que dominará al Congreso y a la Casa Blanca. Toda dependencia extrema puede derivar en una vulnerabilidad crítica. Estamos obligados a reconsiderar algunos temas de soberanía, parcial al menos, en temas estratégicos (energía, alimentos, recursos esenciales). Quizá refinar gasolinas no sea el mejor negocio o la manera más eficiente de contar con ella, pero en determinado momento puede ser la única manera, literalmente, de contar con ella.

No se trata de envolverse en un nacionalismo trasnochado. Pero sí de asumir que el mundo ha cambiado. Parece absurdo que en un orden globalizado comencemos a tomar decisiones a partir de la pertenencia a un territorio, una cultura, una identidad histórica, determinados rasgos raciales. ¿Pero qué hacer si justamente eso es lo que está proponiendo Trump? La discriminación tarifaria dependiendo del lugar donde hayan crecido los aguacates o del color de las manos que hayan producido un motor son realidades que no podremos ignorar.

Habrá que explorar una nueva noción, posglobalizada, en materia de soberanía nacional, acorde a los nuevos tiempos. Sigamos intentando sobrevivir con este poderoso vecino y buscando las ventajas supuestas y reales de compartir una misma zona comercial. Pero entendamos que algo cambió este martes. No podemos seguir actuando como si el vecino no nos hubiera dicho, con todas sus palabras, que nos invita a jugar solo si estamos dispuestos a dejarle ganar una y otra vez.


  • Jorge Zepeda Patterson
  • Escritor y Periodista, Columnista en Milenio Diario todos los martes y jueves con "Pensándolo bien" / Autor de Amos de Mexico, Los Corruptores, Milena, Muerte Contrarreloj
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