Desde su anuncio me pareció que el proyecto del Tren Maya tenía más ventajas que desventajas, aunque me quedaba claro que la polémica generada era compleja. Luego de recorrer buena parte del trayecto este fin de año, sigo pensando que es un proyecto de claroscuros, pero sin que me lo haya tenido que decir nadie. La experiencia confirmó las muchas y muy buenas razones para haberlo construido, pero también los palpables problemas que dejó la manera como se hizo.
Desde el anuncio de su construcción fui de los muchos que asumieron las bondades del proyecto; era perentorio voltear a ver el sureste y comenzar las obras de inversión pública que el gobierno negó en el pasado y que pueden servir como detonantes de crecimiento y empleo. Y, por otra parte, me parece necesaria la estrategia de impulsar un modelo de transporte público, el ferrocarril, más acorde a las condiciones de nuestro país y su desigualdad social. México optó por el modelo norteamericano en lugar del europeo, autopistas y carreteras en vez de vías férreas, a pesar de que, a diferencia de los estadunidenses, resulta imposible que cada familia mexicana aspire a poseer un automóvil. Comenzar el largo proceso para hacer viable una red ferroviaria nacional me parece encomiable, por más que requerirá años y desarrollo en otras regiones del país. Solo la interconexión ofrecerá las economías de escala para hacerlo rentable. Y por lo demás, resulta gratificante observar un circuito, como el tren de la Península, pensado en la vinculación intrarregional, considerando que la mayor parte de las comunicaciones fue construida privilegiando el vínculo con el exterior. Fue una lógica impulsada por las metrópolis para facilitar la extracción de mercancías o el turismo, pero ajena a la intención de generar la prosperidad de las poblaciones y sus vínculos internos.
Sin embargo, también está claro que el diseño y puesta en marcha obedeció a un impulso político, a la voluntad del presidente Andrés Manuel López Obrador. Eso aseguró que recibiera la atención y los recursos prioritarios. Tal fue su virtud, pero también su condena. El proyecto fue asumido por el Ejército y otras dependencias federales como una misión a cumplir, al margen del costo u otras consideraciones. Es cierto que muchos críticos abusaron de los temas ambientales, distorsionaron y exageraron, para elevar la factura política. Pero también es cierto que el mandato iba a ser aterrizado por encima de estudios de consideraciones antropológicas, ecológicas o de factibilidad económica. Y no digo que todos estos criterios fueron ignorados, pero ciertamente resultaron subordinados frente a la enorme exigencia de terminar a tiempo.
La visita al tren los hace visibles, pero también hace evidentes las exageraciones. “El daño a la selva” se ve distinto cuando se recorren kilómetros y kilómetros de bosques tropicales tan abundantes como alcanza la vista a lo largo de las muchas horas de trayecto. La vía férrea es más angosta que cualquier autopista de las que se hayan construido, mismas que no merecieron tanta indignación de parte de los medioambientalistas. El tema de los cenotes, sin embargo, es otra cosa. El gobierno está por emprender una auditoría ambiental para valorar el daño provocado más allá de los pros y contras que circulan con evidente interés político por ambas partes. Esperemos que la auditoría sea manejada, por fin, con criterios técnicos y no políticos. Pero ya desde ahora queda la sensación de que la necesidad de terminar y poder inaugurarlo antes de terminar el sexenio no favoreció la posibilidad de contemplar otros trazos o alternativas técnicas.
Este apresuramiento, me parece, origina el mayor obstáculo que tendrá el Tren Maya para conseguir sus metas: la mayor parte de las estaciones quedaron afuera de las poblaciones; en algunos casos, como Mérida, a una distancia que podría ser la de un aeropuerto. En Cancún, de hecho, quedó atrás del aeropuerto. Esto será un incordio para el traslado regular de los propios habitantes de la región. El tren es una alternativa a los autobuses de pasajeros en precio y tiempo de recorrido, pero con una diferencia sustancial: las centrales camioneras están dentro de las localidades. Viajar por tren, en cambio, requerirá un traslado adicional para que un autobús lleve a los pasajeros al centro de cada ciudad. Una dificultad para que los habitantes entre una comunidad y otra lo tomen con regularidad. Entiendo que, al no haber existido estaciones de tren históricas, a diferencia de Europa que ofrecen la ventaja de desembarcar en pleno centro, los militares se vieron obligados a resolver el derecho de vía quedándose afuera de los límites urbanos. Acercarse al centro habría obligado a emprender largos procesos de negociación e indemnización. Con todo, da la impresión de que el tema se resolvió por la fácil en términos de construcción, pero eso demorará significativamente el uso masivo del ferrocarril. Supongo que con un poco de paciencia podrían haberse conseguido ubicaciones periféricas más próximas a la red de transporte urbana.
Y a propósito de los constructores militares, hay mucho que habría que agradecerles en eficacia y rapidez, sin duda. Pero también hay una consecuencia. El diseño de las estaciones puede ser objeto de debate, y en estética cada observador es un crítico. En general, son instalaciones funcionales, pero tienen un elemento en común: el gusto por las explanadas de cemento y una inclinación monumentalista que contrasta con la naturaleza voraz y primigenia del entorno.
Los trenes son nuevos, sin lujos, pero correctos. No son de alta velocidad, pero sí más rápidos que los autobuses y los horarios se cumplen a rajatabla, totalmente contrario a lo que dice la propaganda adversa o las experiencias de las primeras semanas.
El ambicioso proyecto arqueológico y antropológico aún está en ciernes, pero ya exhibe el potencial que podría ofrecer este proyecto para convertir la Península en un destino obligado para el turismo especializado. Cada estación es una puerta de entrada para una región arqueológica, con sus ruinas y museos.
Lo mejor del tren es la gente que lo usa. Había asumido que la mayor parte de los pasajeros serían vacacionistas, pero no fue así. Resultó que eran vecinos fascinados con la posibilidad de ver a un pariente, llevar a la familia a pasear al pueblo de al lado o por fin recorrer la pirámide que los hijos nunca habían visitado.
El recorrido del Tren Maya permite, sí, constatar algunas de las objeciones que se han esgrimido en su contra, otras parecerían falsas o en proceso de ser resueltas. Pero solo una visita permite percibir la verdadera razón de haberlo construido: el entusiasmo de tantas personas que recorren con orgullo un tren que consideran suyo.