En nuestro país, el 23 de octubre celebramos el Día del Médico, una fecha que no solo reconoce la trayectoria profesional, sino la entrega incondicional de quienes han decidido consagrar su vida al bienestar del prójimo.
Siempre he pensado que convertirse en médico no es simplemente portar una bata blanca; es haber recorrido años de estudio, práctica y constante sacrificio, todo para poder brindar a sus pacientes una mejor calidad de vida.
Cada diagnóstico, cada tratamiento y cada palabra de aliento es el resultado de un compromiso profundo con la salud y la vida humana.
Esos años de preparación están marcados por largas noches de estudio, madrugadas en hospitales y horas interminables de guardias, donde el reloj parece detenerse mientras la vida de otros sigue dependiendo de sus manos.
Los médicos han aprendido no solo a curar el cuerpo, sino también a sostener la esperanza de aquellos que enfrentan los momentos más difíciles.
Su vocación va más allá de un título o un diploma; es la determinación de estar siempre listos, incluso cuando el cansancio les pesa en los hombros o las horas de sueño se cuentan con los dedos de una mano.
A lo largo de su carrera, muchos médicos han tenido que sacrificar instantes irrepetibles junto a sus seres queridos por causa de la responsabilidad.
Cumpleaños, aniversarios y cenas familiares han quedado en segundo plano, siempre con la certeza de que su deber es velar por la vida de otros.
Han aprendido a vivir entre los silencios de una casa vacía, entre las lágrimas de quienes esperan buenas noticias y la satisfacción inmensa de ver recuperarse a un paciente.
Ser médico es entender que no se puede estar en todos los lugares a la vez, pero que cada ausencia vale la pena si con ello se ha salvado una vida.
La medicina, más que una profesión, es un acto de amor al prójimo. Y aunque en su camino los médicos enfrentan grandes retos, su entrega diaria es una muestra del coraje y la humanidad que hay en ellos.
Por eso hoy más que nunca, reconocemos su esfuerzo, su valentía y su capacidad de sacrificio.
Como bien decía Albert Schweitzer: “No me interesan los seres humanos por lo que tienen, sino por lo que son. Cada vida humana es sagrada”.